Capítulo VIII Viajero desconocido

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En voz de Christopher

"Solo me queda mi sangre; tómala, pero no me hagas sufrir más tiempo".

—María Antonieta.

El tiempo, solemne e incontrolable. Transcurre tan veloz que en un suspiro se nace, crece y muere. Como lector que llega al final, cierra abruptamente el libro y da paso a uno nuevo. Así lo veía yo, como un ser al que el tiempo ignoró como niño malcriado. Solo miraba a aquellos a mí alrededor marchitarse poco a poco tal como una flor que ha cumplido con su misión.

Con tanto tiempo caminando sobre el mundo, solo pensaba en mi condición y en cuanto deseaba sentir lo que los humanos sentían con el paso del tiempo. Con trescientos años, viendo nacer y morir a muchos, me hacia cuestionarme el verdadero motivo de mi existencia maldita. Para que Dios permitía mi abominable presencia en el mundo, si lo único que podía hacer era absorber la vida de otros para poder suplir la mía.

A pesar de sentirme así, en el momento de mi transformación poseía otra postura, mucho menos punzante.

Un día común y corriente, durante una fiesta de aristócratas a la que mis padres y yo participábamos, se nos acercó un hombre cordial y de modales finos. Su acento era inusual y difícil de ubicar en el mapa conocido de aquella época. Pero por su forma endulzante de hablar, cautivó la atención de mis padres y la mía propia. No sabía que esa noche marcaba el inicio de la destrucción de mi familia.

Durante unos cuantos meses, aquel hombre extraño nos visitaba con mucha regularidad. Como una familia muy poderosa, era normal recibir todo tipo de visitas. Pero con el transcurrir del tiempo, algo se gestaba tras cada visita.

Ya pasando medio año, mis padres me convocaron a una reunión muy importante. Al entrar al salón, estaban ellos y el misterioso hombre. Tras una introducción bastante tediosa sobre las responsabilidades y sacrificios, por parte de mi padre; le dio la palabra al hombre para que me presentara una propuesta adornada y en su momento increíble.

Según él sujeto, era capaz de otorgarme la inmortalidad con el fin de mantener el legado familiar. Sería capaz de vivir por siempre, sin preocupaciones por la vejes o la muerte. Además que adquiriría la fuerza que ningún hombre corriente podría tener. Tristemente mis padres no eran candidatos para ese método, puesto que —según él—, ya su tiempo no podría ser detenido. Yo por mi parte estaba en la edad perfecta para hacerlo.

Mis padres habían sido cautivados por las palabras edulcoradas y maravillosas de ese hombre. Empleó muy bien sus cartas y supo a la perfección cómo hacer para convencerlos ciegamente. En aquellos tiempos, el honor y reputación de la familia lo era todo. Las menudencias como el amor o felicidad no eran importantes si de escalar posiciones se trataba. Durante las cenas lujosas y extravagantes se podía percibir como si fuese un campo de guerra mimetizado entre el glamur y el despilfarro. Todos cuidaban sus palabras, ya que cualquier dicho podía ser usado en su contra.

En suma, como único hijo corría el riesgo de morir por las epidemias mortales, o asesinado en las guerras, antes de tener descendencia y con ello acabaría el apellido. Esos argumentos fueron hábilmente tratados por el hombre distinguido.

Al llevar sobre mis hombros el peso de la familia, terminé aceptando su dulce propuesta. Ignorante completamente del gran precio que tendría que pagar por rebelarme así en contra naturaleza.

Ese día funesto fue doble la tortura. El dolor físico que me quemaba por dentro y también el mental, ya que justo antes de ser transformado, aquel hombre asesinó a mis padres delante de mí. Drenó la sangre de sus cuerpos y tras ello, con una sonrisa de satisfacción en su rostro, prosiguió a derramar la suya propia en mi boca.

El pintor de los malditosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora