Fragmentos de una historia (6)

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Dos años después de la partida de Isabella

La sala de emergencias estaba a rebosar y no había suficiente personal. Y para un hospital del tamaño de ese y de prestigio que disfrutaba, eso era mucho decir. Isabella disfrutaba la adrenalina. Le gustaba el caos de la sala de emergencias, donde todos corrían por ahí y por allá, viendo pacientes, haciendo consultas a la carrera, pedían otras opiniones a los gritos. Amaba la tranquilidad de su oficina de jefe de cardiología, pero el caos de la sala de emergencias la hacía sentir viva.

Hacía diez minutos las noticias nacionales se vieron inundadas de reportes de descarrilamiento de un tren veloz. Saltó de su silla a toda prisa, viendo cómo todos sus colegas salían de sus oficinas y se dirigían escaleras abajo, donde pronto se esperaba una explosión de pacientes. Con rapidez, pero detenidamente, explicó a su enfermera en jefe que pacientes de su ala debía mantener vigilados, entregándole el mando por las próximas horas. Miró a la mujer; ella podía con eso y más.

Abajo todos se estaban preparando para el impacto. Movían los pacientes que ya habían estado atendidos en plantas superiores y a los pocos que podían descargar sin riesgos, los mandaban a casa. Necesitaban todas las camas posibles. En casos como ese, todos los hospitales de la ciudad entraban en modo de emergencia, pero ellos eran el más cercano al lugar de accidente, así que contaban con los casos más complicados.

Su mirada se entrelazó con una niña pequeña, que miraba asustada a su alrededor. Detuvo una enfermera y le preguntó quién era, se estremeció cuando escuchó que su hermana estaba internada por quemaduras y que sus padres la habían dejado para cuidarla, diciendo que después volverían. No habían vuelto en tres horas.

- Yo me encargo. – le dijo a la enfermera que la miró extrañada, pero le entregó el informe sin decir nada. – Gracias.

Ojeó el informe. Quemaduras leves producto de un estallido de aceite. Al parecer la pequeña había intentado preparar algo de comer y se quemó. Tenía cuatro años. ¿Qué niño de cuatro años se preparaba a sí mismo de comer? Estaba a punto de descubrirlo.

- Hola. – Le sonrió a la hermana de la niña enferma y ella le devolvió una sonrisa dubitativa - ¿Tus papás no volvieron aún? – la niña negó con la cabeza. Isabella sintió como la furia nacía en su interior, pero se esforzó a permanecer tranquila. – Vamos a llevar a tu hermana a la planta superior, para poder cuidarla mejor. – La niña negó con la cabeza vehemente - ¿No? ¿Por qué no? – se puso en cuclillas delante de ella y la niña se encogió. Retrocedió un poco.

- No nos van a encontrar. – susurró, refiriéndose a sus padres.

- Tranquila. Una enfermera les va a decir donde están cuando vuelvan. ¡Te lo prometo! – presentía que la promesa no le valdría nada a esa pequeña, pero tenía que intentar. Al final ella asintió.

Llevaron a la niña en una habitación grande y la pequeña se apresuró a sentarse a lado de su hermana. Eran gemelas. Lo único que las diferenciaba era que una estaba en una cama de hospital y otra estaba cuidándola. Sonrió involuntariamente. Ella conocía ese vínculo.

Procedió a examinar a la niña que ya había despertado. Sus ojos eran más vivaces de los de su hermana y no parecía tenerle miedo. Sus heridas no eran muy graves, teniendo en cuenta que pudo ser una desgracia. Isabella vendó los puntos donde el aceite hizo contacto con la piel y se lamentó al darse cuenta de que esas cicatrices la pequeña las llevaría de por vida.

Sus padres aún no habían regresado. Isabella estaba furiosa.

La niña, se llamaba Cassandra y era mayor por tres minutos completos, se había quedado dormida de nuevo. Los parpados de la otra se estaban cerrando por si solos, pero ella no se quería entregar al sueño. Parecía decidida a velar por su hermana.

Sus padres no habían llegado dos horas más tarde. Isabella estaba aún más furiosa.

No se había despegado de su lado, a pesar de que el hospital estaba en medio de una locura. Presentía que nadie la necesitaba más que esas dos criaturas.

Cassandra se despertó cuatro horas más tarde, más contenta. Isabella volvió a cambiarle el vendaje, quería mantenerla lo más cómoda posible. Cuando ella despertó, la otra pequeña se acercó al sofá que estaba debajo de la ventana, como si no quisiera mirar el cuerpo herido de su hermana. Isabella sintió lástima de la criatura que estaba obligada a hacerlo.

- ¿Curaste sus heridas también? – preguntó Cassandra en un susurro, llamando la atención de la joven doctora.

- ¿Ella también se quemó? – casi chilló, nadie dijo nada de las quemaduras en la otra niña y ella se había fiado y no había revisado nada. ¿Qué diablos le pasaba?

- ¡No! – susurró la niña. – Pero ella también tiene heridas.

Le tomaron dos horas más (en las que sus padres no habían aparecido, ¡vaya sorpresa!) convencer a la pequeña Alessandra que confiara en ella y le dejara quitarle la camiseta. El horror se apoderó de Isa, pero procuró que no se le notara.

Dos cicatrices ennegrecidas cubrían la espalda de la niña, podía decir que no estaban muy recientes, pero tampoco habían estado tratados correctamente y estaban a punto de infectarse. Había quemaduras viejas a lo largo de su columna vertebral e Isabella temía que fueran quemaduras de cigarrillos. ¡Habían usado la espalda de la niña para apagar cigarrillos! ¿Qué clase de monstruos eran? El resto de su cuerpo no estaba en mejor estado. Cicatrices por doquier, marcas de pellizcos, algo que rogó que no fuera un chupetón...

Le limpió las dos grandes cicatrices que eran lo más urgente, porque estaban a nada de infectarse y después colocó ungüentos en las demás heridas. Le dolió el corazón al ver que casi no había parte del cuerpo de la niña que no estaba cubierto por una venda o por una tirita.

- Ellos no la querían. Era inesperada. Solo estaban preparados para tenerme a mí.

La voz de Cassandra parecía como si tuviera muchos más años. Su cuerpo era libre de cicatrices y moretones, a excepción de las quemaduras. Más tarde la niña le confesaría que sus padres se habían ido sin prepararle nada de comer a Alessandra y que ella quería hacerle algo. Pero todo había salido mal. En realidad, fueron sus vecinos los que las trajeron, pero se fueron apenas dejaron de ser su responsabilidad.

Isabella colocó una bata de hospital sobre su cuerpo menudo y salió disimuladamente de la habitación. Apenas salió de la línea de visión de las niñas corrió al baño más cercano y casi devolvió sus tripas. Las lágrimas le quemaban los parpados y finalmente las dejo salir. Torpemente agarró el teléfono de su bolsillo y marcó el número que sabía de memoria.

- ¡Max! ¡Tienes que venir! ¡Es muy malo, Max! – le dijo a su hermano y no le sorprendió cuando él llegó solamente veinte minutos más tarde. Necesitaba a su hermano, pero también necesitaba al policía. Le contó todo lo que vio y lo poco que las niñas le dijeron y se estremeció cuando él le dijo que necesitaba notificar los Servicios Sociales. Era lo que se tenía que hacer, pero eso no significaba que le gustaban.

Los padres de las niñas no aparecieron en la semana que permanecieron en el hospital. La trabajadora asignada fue muy sincera al decirles que las probabilidades de adopción de Cassandra eran muy buenas, pero que las de Alessandra eran casi inexistentes. La niña casi no había hablado en todos esos días, aunque ella la podía escuchar hablando con su hermana. Era retraída y se encogía cuando alguien entraba en la habitación. Hasta había escapado en una ocasión de un enfermero que quería revisarle las heridas. La habían buscado por dos horas.

Así que Isabella tomó la decisión más racional en esa situación. Encontró a alguien quien aceptaría dos niñas de cuatro años con traumas emocionales y cicatrices físicas.

Isabella Villarreal se convirtió en madre por segunda vez, esta vez por partida doble.

Rescatados (#1 Santa Ana) ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora