La noche había caído sin que Isabella se percatara, estaba sumida en los preparativos y en sus pensamientos. Ya desde el bar venía el sonido de la música, la fiesta estaba en pleno apogeo. Suspiró con cansancio, estaba atrasada. En gran parte por culpa de Damián, quien se encargó de mantenerla mucho tiempo explicándole lo importante qué era esa noche para él y que esperaba lo mejor de ella. Parecía que con el paso de las horas, su jefe dejo atrás ese aire de indiferencia que lo acompañaba desde hacía un tiempo y volvió a ser el hombre cuyo único fin en el mundo parecía ser la funcionalidad de su club, o mejor dicho, el dinero que iban a soltar los clientes si los mantenía satisfechos. Seguro que esa transformación fue acompañada por una botella de whiskey caro que últimamente parecía ser el mejor amigo del hombre.
Se trataba del mismo discurso que le daba cada noche, ese que sabía de memoria y que mucho tiempo atrás le habría causado gran malestar. Ahora se veía capaz de escucharlo estoica, sin mostrar el efecto que tenía en ella. La gente tenía razón cuando decía que un ser humano es capaz de acostumbrarse a cualquier cosa, ella era prueba viviente de ello. Esta vez Damián había empleado un tono que le hizo hacerle caso de verdad, lo que provocó que se sintiera aún peor que horas atrás. Un mal presentimiento se había instalado en su pecho desde que le habían informado de su tarea y por primera vez, después de tanto tiempo, tenía miedo de fallar.
Terminó de arreglarse y observó su reflejo en el espejo. Su cabello rubio caía por su espalda y vestía un vestido color rojo pasión, demasiado corto para su gusto, pero que, a diferencia de las batas transparentes que estaban obligadas a llevar las demás, le parecía estupendo. Tomó del armario una chaqueta que combinaba con su atuendo, cuanto menos mostraba se sentía mejor. Al ser la gallina de oro de Damián, tenía algunos privilegios, uno de ellos era poder vestirse como ella quisiera y parecía que a los clientes no les molestaba en demasía. Tal vez hasta les hacía sentirse mejor poder fingir que ella no era una prostituta y que no le habían pagado por acostarse con ella. Esperaba que esa noche no sea una excepción.
Volvió a concentrarse en los sonidos de la fiesta, parecía que allá afuera todos la estaban pasando de maravilla. Ella sabía mejor que eso. Ella sabía de sonrisas falsas, de risas exageradas, de halagos ensayados. Ella sabía de dolor que habitaba en cada una de las paredes de ese lugar. Suspiró mirando las manecillas de reloj avanzar lentamente. Daba gracias a Dios por no tener que estar allá afuera, era algo que agradecer esa noche. Caminó hacia su armario, se perdió entre la ropa colgada y soltó un suspiro de alivio cuando finalmente sintió el objeto en sus manos. Metió el frasco en su chaqueta y alzó una plegaria para que todo anduviese bien.
Alejandro estaba sentado en una esquina del bar, apartado de todos y de todo, intentando pasar lo más desapercibido posible. Observó a sus amigos rodeados de mujeres, parecía como si estuviesen en el cielo. Sintió la mirada de unas cuantas posarse en él, pero no reaccionó, no quería darles motivos para acercarse. No se sentía a gusto. Era su primera vez en un lugar así. No era un hombre de salidas, discotecas y mucho menos de prostíbulos. Prefería pasar su tiempo trabajando, o simplemente leyendo un libro en la tranquilidad de su casa. Eso le había ganado fama de aburrido entre sus amigos, pero era algo que no le importaba. Su infancia y adolescencia fueron plegadas de fiestas, reuniones, salidas. Su madre había hecho del organizar y asistir a las fiestas una profesión. Por eso, ahora que podía decidir por sí mismo, se refugiaba en la soledad y tranquilidad que muchas veces le faltaron de niño. Pensó que eso también estaba por terminarse, su futura esposa parecía hija de su madre en ese aspecto, así que veía más reuniones sin sentido y sonrisas fingidas en su futuro.
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Rescatados (#1 Santa Ana) ©
Romansa"Detrás de cada mujer existe una historia que la convierte en guerrera."