Siete años atrás
El aula estaba a rebosar de gente. Isabella se sentó en una esquina y rezó que nadie la reconociera. Había salido varias veces a pasear con Marta y sus dos amigas en el pueblo, pero la experiencia no le gustó. La gente la miraba raro y le gritaban cosas desagradables. Una vez hasta había parecido que las iban a golpear, pero apareció el jefe de la policía y las defendió. Ella había tenido que pagar el favor esa misma noche. Hubiera preferido ser golpeada por el puñado de mujeres enfurecidas.
En la Universidad las cosas no eran mejores. Si bien nadie podía meterse físicamente con ella dentro de las instalaciones, nada les impedía herirla con las palabras. Por eso trataba de pasar lo más desapercibida posible.
Esa clase le gustaba. Era una materia opcional donde hablaban de diferentes adicciones. Esa semana hablaban de drogas. La profesora les explicaba el uso de la sustancia desde el punto de vista de los adictos, pero también desde el punto de vista de los médicos que se encontraban con ello a diario. Ella había visto a gente drogarse. Había visto a las mujeres del burdel inyectarse cosas en los brazos; decían que les hacía más fácil soportar el día a día. Ella misma había pensado en hacerlo en sus noches más terribles. Pero al ver que las mujeres amanecían como trapos humanos, vomitando sus tripas se convenció de que aquello no era la mejor opción.
Ese día la profesora hablaba de medicamentos a los que la gente recurría para alimentar su adicción. Decía que era más fácil perderse los señales de esas adiciones y que mayormente empezaban con las personas tomándolas por alguna lesión, pero después se volvían adictos y seguían tomándolas incluso después de sanar.
Tenían efectos variados. A ella le llamó la atención uno en especial. ¡Qué bien sería poder separarse de su cuerpo por la noche y despertar en la mañana teniendo solamente recuerdos vagos de lo ocurrido! La profesora lo describía como algo malo, pero a ella le parecía algo muy, muy bueno. Se le iluminaron los ojos al ver que la mujer había traído muestras. Iba enseñándolas una por una a todos los alumnos.
Se sintió muy mal cuando en vez de devolver la jeringa en la caja de la profesora, la deslizó disimuladamente en su bolsillo.
Había pasado el día haciendo una investigación exhaustiva del contenido de la jeringa que le quemaba en el bolsillo. Buscó todos los efectos conocidos a corto y largo plazo y anotó hasta las contraindicaciones que eran mera posibilidad, de las cuales no había casos conocidos. ¡Tampoco quería matarse o causar un daño irreversible!
Le parecía bastante inofensivo. Y lo iba a probar esa misma noche.
Estaba sentada con la jeringa en mano, las dudas aun atormentándola. No quería volverse adicta, pero tampoco podía seguir soportando su situación. Había estado al borde del abismo varias veces, pero se obligó a no caer. No sabía cuántas veces más lo podría hacer.
La puerta se abrió bruscamente y la jeringa se le cayó, rodando en el piso. Su cliente estaba ahí temprano. Sintió náuseas al verlo. Era uno de los primeros hombres que se fijó en ella en ese sitio infernal y desde entonces venía a atormentarla casi cada noche. Se abalanzó y la tiró al suelo.
La jeringa estaba tan cerca. Si podía agarrarla, tal vez podría inyectarse de todos modos. El hombre la estaba lastimando y no le importaba. Su cuerpo le dolía y su toque lo empeoraba.
Un poco más cerca. Se deslizó por el piso y la tuvo al alcance de la mano. No podía inyectarse en una vena. Pero supuso que en situaciones desesperadas, cualquier parte del cuerpo valdría. Su muslo estaba más cerca. Pero justo cuando iba a enterrarla en su piel, el hombre la giró bruscamente y la jeringa se clavó en el antebrazo de su agresor. Su lujuria estaba a tal nivel que pareció no percatarse. Poco a poco sus movimientos sobre su cuerpo se volvieron más lentos, más torpes y de un momento a otro él ya no estaba sobre ella. Estaba en el piso, inconsciente.
El pánico la envolvió. ¿Lo mató? Se acercó sigilosamente para chequear, pero el hombre seguía respirando. Se arrastró hasta el baño y se dio una ducha. Quería borrarlo de su cuerpo. Él seguía en la misma posición, seguía respirando. Le supuso un gran desafío arrastrarlo hasta la cama. Con asco le quitó los zapatos y le desabrochó el pantalón, después se sentó en el sofá y espero con temor el amanecer.
Él se había despertado con los primeros rayos del sol, le sonrió lascivamente, le tiró un fajo de billetes y se acarició... ahí abajo... todo satisfecho.
La noche siguiente lo hizo de nuevo. Y la noche después. Y la noche después. Y todas las noches después de esa. Hasta la noche que él la descubrió.
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Rescatados (#1 Santa Ana) ©
Romance"Detrás de cada mujer existe una historia que la convierte en guerrera."