Capítulo uno

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Mamá es la última en acercarse al escenario improvisado en el cementerio. Admiro su valor. No imagino lo difícil que debe ser estar con el corazón roto por la muerte de tu padre, tener que hablar frente a todos y... agradecer. ¿Qué se agradece exactamente en un velorio?

Dar gracias por todo lo que el abuelo hizo en vida no tiene sentido. Está muerto. Muerto. Creo fielmente que no hay nada más allá de la muerte. Ese es el fin, sin reencarnación, sin fantasmas, ni almas revoloteando alrededor y atormentando a pecadores. Cuando alguien muere, todo lo bueno y lo malo se va con esa persona.

No importa cuantas veces le lloremos, no puede escucharnos.

La segunda opción es que las palabras de agradecimiento sean para los asistentes. Esa gente que conoció al abuelo en sus mejores años o quienes por el hecho de ser amigos de mis padres fueron invitados al velorio.

El único que llama mi atención entre aquel tumulto de gente es Oliver. Con su cuerpo larguirucho es sencillo reconocerlo entre todas las cabezas. Su cabello azabache se mueve ligeramente gracias a la brisa invernal, sus ojos marrones están posados en el cielo y sus agrietados labios deben estar tarareando alguna canción que mantiene su mente distraída de mi mirada y del discurso de mi madre.

—Cuando perdí a mamá, yo era tan solo una niña. No entendía nada, ni siquiera lo que significaba la muerte, lo único que sabía era que ella no volvería a casa. Sin embargo, Harold se encargó de que yo no sintiera esa ausencia. Me crio y me hizo quien soy hoy en día. Cuando no nos alcanzaba ni para comer, mi padre hacía lo imposible para que un pedazo de pan estuviera en mi barriga. A él no le importaba dejar de comer por mí. Cuando nos miraban con el mentón alzado por nuestro color de piel, él me enseñó que ser moreno no tenía nada de malo. Al contrario, uno debe sentirse orgulloso de sus raíces...

—¿Qué te parecería prestarle atención a mamá en vez de babear por ese muñeco de torta? —susurra mi hermano mayor, Raymond.

Raymond Eli es, probablemente, la segunda persona que menos soporto en el mundo.

Sí, Ray, entiendo que eres becado en tu universidad y que te crees superior que cualquier otro ser vivo con el que alguna vez hayas interactuado. No es necesario que abras la boca cada cinco segundos.

—No sé de qué hablas. Tú eres el que me distrae —respondo entre dientes, con el mismo volumen bajo que él utiliza. Lo último que deseo es arruinar el discurso de mamá.

Todos los adultos están atentos a cualquier movimiento de mi madre. Cada palabra que sale de su boca es comprendida al instante por ellos. Comprenden lo que dice, pero no lo que siente.

Siendo honesta, tampoco entiendo su dolor. El abuelo, teniendo tres nietos, siempre prefirió a Raymond. Cuando la universidad le daba vacaciones, él venía y pasaba horas en la oficina del abuelo. Hasta la fecha, mi hermano es el único de los Eli que ha cruzado esa puerta de madera en el último piso de nuestra casa.

Mi madre siempre lo justificaba, explicando que Alexander era tan solo un niño y no tendría nada de qué hablar con el abuelo. En mi caso, ella lo atribuía a que mi presencia significaba para él un recuerdo latente de su pérdida: la abuela. Mamá ha dicho en múltiples oportunidades que soy la viva imagen de la ex esposa del abuelo. La mujer que falleció en un fatídico accidente hace quién sabe cuántos años.

Si esa era la razón por la que el abuelo me ignoraba, vaya idiota.

Yo no soy ella.

Yo soy Harriet Eli, para servirte, mucho gusto.

—Es oficial, traeré un balde antes de que todo se inunde con tu saliva.

—Si pagaran por comentarios ridículos, serías billonario. —Juego con el dobladillo de mi vestido negro, buscando algo que me mantenga ocupada mientras Ray persiste con su actitud infantil.

ÁgataDonde viven las historias. Descúbrelo ahora