Capítulo nueve

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La enfermería después de los entrenamientos es un caos. Los del grupo de William no somos los únicos heridos. Al parecer, los supervisores son los que más sufren cuando viajan en el tiempo. Recuerdo poco cómo me hacía sentir hacerlo, el punzón en la sien y el calor en mi pecho que me provocaba el viajar. Era muy cansado, sin embargo, hacerlo con Cornell no lo fue tanto. Quizá porque él usa un reloj y lo único que yo tenía era la vieja piedra ágata incrustada en el collar que me dio el abuelo.

Empiezo a sentir menos dolor conforme pasa el tiempo, es el gas recuperando su efecto. Suspiro cuando mi corazón deja de desbocarse con el solo pensamiento de Oliver. Y se va.

—No está mal. —Me acomodo en el banco donde estoy sentada para ver bien a William, quien se pasea a lo largo de la fila de quienes esperan su turno para ser atendidos—. Tienes esa cara.

—¿Cuál cara tiene? —se entromete otro guardia. Asumo que es de menor rango porque luce incluso más joven que Will y sus movimientos son algo torpes.

—Cuando el dolor te abandona y tus músculos se relajan. Esa cara.

Frunzo el ceño. Odio que tenga razón sobre cómo me siento. Mejor dicho, sobre cómo dejo de sentirme.

Ya es bastante pesado ser prisionera como para aguantar a dos hombres mirándome como a un experimento.

—Espera, espera. ¿Ella es a la que se demoraron en atrapar? —El menor abre sus ojos con estupefacción y cubre su boca para susurrarle algo al oído a Will. Cuando recibe una respuesta, asiente—. Tenemos a una traviesa muy problemática. ¿Cuántas líneas habría creado?

—No pienses en el habría —replica Will, aburrido—. No pasó porque el supervisor Cornell la capturó justo a tiempo. Wynt está a salvo.

—¡Siguiente! —grita una voz femenina desde el interior de la enfermería. A pesar de lo confusa que es la conversación entre los guardias, tengo la necesidad de saber por qué es tan grave el 'habría'—. ¿No hay siguiente?

Puede que mis cortes no duelan tanto como antes, pero no significa que no quiera recibir atención médica. Entro y la doctora, sin saludarme, arranca trozos de algodón, los moja en alcohol y me frota por lugares en los que no sabía que podía arderme.

Cuando termina de sanarme, salgo con puntos de sutura en la nuca. No alcanzo a ver cómo está, pero no debe ser agradable. También continúo con una leve hinchazón en los labios y manchas de sangre seca en el overol y mis manos.

William nos lleva a todos a las duchas. Una amplia habitación con diez duchas de cada lado. Otras personas desconocidas nos entregan a cada uno una toalla, un overol nuevo y ropa interior limpia.

—Son elásticos, les deberían quedar a todos —explica William desde afuera, alentándonos a ingresar a bañarnos.

No me lo pienso dos veces y me meto a la última ducha de la hilera de la derecha. La última vez que me duché fue cuando iba a ir a la escuela y Adam me había hecho prometer que escucharía su playlist de canciones favoritas, lo cual se reduce a todas las canciones de Taylor Swift.

Dejo el agua correr sobre mi cuerpo mientras mi mente viaja con mis mejores amigos.

Estábamos en el primer día de clases, cuatro o cinco meses atrás. Ken avisó que llegaría tarde porque se había quedado dormido viendo un anime. Mentía. Todos sabíamos que era porque su madre estaba enferma.

Betsy fue la primera en llegar, como siempre, nos esperaba en la entrada principal con el uniforme perfectamente planchado y la falda cuatro dedos bajo la altura de su rodilla, tal y como a sus padres le gustaba. Ya se lo doblaría en el baño de la escuela.

ÁgataDonde viven las historias. Descúbrelo ahora