"Estuve un buen rato hablando con los mayores. Ellos me contaron que al principio se habían alimentado de la despensa del instituto, y cuando ésta se había terminado y habían reunido suficiente valor —el hambre es más poderosa que cualquier miedo—, habían buscado en el pueblo. Sin embargo, no había sido suficiente y, cuando Alexia y yo llegamos al centro, había un montón de niños desnutridos y enfermos.
Lo primero que hice fue subir la caravana, hasta allí, y repartir equitativamente la poca comida de que disponía. Como era de esperar los más débiles eran los que menos alimentos habían podido conseguir y fueron mi prioridad. Por lo que pude comprobar el compañerismo había sido más bien escaso en los últimos días, con lo que ese colegio debió de ser lo más parecido a una selva. En ningún momento culpé de ello a nadie, eran niños, desde el primero hasta el último.
Limpié y desinfecté, lo mejor que supe, uno de los pabellones y trasladé allí a todos los que apenas tenían fuerzas para ponerse en pie, además de a los más pequeños. Arreglé y preparé camas limpias para todos, acompañado de los mayores, que en todo momento, me prestaron su ayuda. Organicé un grupo que se quedó vigilándolos y atendiéndolos, las niñas de más edad no lo habían hecho nada mal, sobre todo al principio, pero no se puede pedir a un niño más de lo que estos hicieron durante tanto tiempo.
Habían muerto tres pequeños desde el holocausto, según me dijeron, pero no murió ninguno más. Los había en un estado lamentable, pero no perdí a ninguno hasta mucho después, y desde luego no por falta de comida. En ese momento ya eran mis hijos y los traté como tal.
Con la caravana y acompañado de Alexia y los chicos más fuertes, nos dirigimos a saquear el pueblo más cercano, que se encontraba a cinco kilómetros al sur. En un principio sólo cargamos alimentos esenciales como, arroz, pasta, leche en polvo y medicamentos, pero estos viajes se repitieron muchas veces. Recorrí la región entera saqueando todas las poblaciones vecinas, casa por casa; hice acopio de legumbres, cargando enormes sacos de cereales, lentejas, judías, etcétera. Todo lo que no llevara caducado demasiado tiempo, o mohoso, y cualquier medicamento que yo pensara que me iba a hacer falta, fue trasladado al orfanato.
La ayuda de los mayores fue inestimable en todo este proceso. Pusimos en marcha la cocina, el orfanato disponía de autónomo para la electricidad que funcionaba con gasoil, y su propio contenedor de butano. El agua aún funcionaba, provenía, siempre según los mayores, de una presa a unos quince kilómetros hacia el norte. Esto me interesó sobremanera, podría, con un poco de suerte, tener una central productora de energía eléctrica funcional. Más tarde la visité, y Dios me volvió a sonreír. La pusimos en marcha y desde entonces tenemos electricidad, lo que nos ha proporcionado luz y calefacción. Al principio con materiales ya manufacturados, y ahora con los calentadores de agua y luces de cobre.
En esta época actual siempre está protegida por un contingente de sacerdotes, creo que treinta, entonces tanta seguridad no tenía razón de ser.
Mi hija, personalmente, organiza las guardias, que no estoy seguro, pero creo recordar que van por quincenas. Allí comen, duermen, entrenan y demás, durante su vigilancia. Pero estoy divagando demasiado, eso es el presente, y debo contar el pasado con un poco de orden.
Como digo, lo principal era alimentarles, asearles y curarles, y los mayores respondieron con una responsabilidad que me sorprendió. Organicé también el comedor y sus turnos, la lavandería, una guardería y una enfermería provisional. Esta ha sido siempre mi asignatura pendiente, debí estudiar medicina en lugar de opositar al cuerpo de bomberos cuando fuí joven. Sin embargo, la suerte corría en aquel tiempo en mi equipo y tarde muchos años en ver morir a uno de mis hijos, aunque recuerdo perfectamente cuando fue, cómo fue y quién era.
Todos trabajaron intensamente, hasta los más pequeños. Al principio lo hacía yo, como preparar la comida. Esta era bastante espartana, no soy ningún cocinero, pero enseguida hubo algún muchacho o muchacha que demostró dotes para ello, y hoy contamos con excelentes artesanos culinarios, teniendo en cuenta nuestras limitaciones de condimentos.
Aunque hoy en día aprovechamos a las bestias casi tanto como, en mi época, al cerdo, no tienen ni mucho menos su sabor. Después de más de veinte años, añoro el sabor del jamón serrano, que los que son más jóvenes ni siquiera recuerdan. Una pena sin ningún género de dudas.
La presa estaba intacta, al igual que la central transformadora y se encontraba, efectivamente, a quince kilómetros al norte del pueblo. No estaba parada del todo, se mantenía en un rendimiento muy bajo, autoalimentándose. Era, según parece, el procedimiento de emergencia estándar en aquella época, y la verdad es que nos convino muy bien, no sé si hubiese sabido ponerla en marcha desde cero.
Teníamos luz, al principio fue gracias al generador del ático, pero de esta forma dejamos de depender del gasoil y conseguímos electricidad sin límites, capaz de alimentar a todo el pueblo. Fue todo un acontecimiento recibido con gritos y aplausos por parte de los chicos, y su primera fiesta.
En cuanto al gas natural lo terminamos y jamás volvimos a tener. Me daban miedo los accidentes, y no hay que olvidar que allí todos eran niños y el gas es tremendamente volátil.
La calefacción supuso otro reto. Ahora disponemos, como ya he dicho, de calderas eléctricas de cobre comunitarias y tubos que recorren con agua caliente todas las construcciones. El hecho de tenerlo todo para todos, es una ventaja en una población pequeña y autosuficiente como la nuestra, pero en aquel momento tuve que instalar hilo radial en unos cuantos pabellones para que en invierno no nos congeláramos. Yo ya tenía nociones de ello, fue uno de mis oficios en la oposición, y los chavales que me ayudaron, son los padres de los que ahora mantienen la presa y el sistema de calefacción y agua en perfecto funcionamiento.
Esto me llevaba a otro problema: artesanos. Me hacían falta artesanos de oficios, gente que supiera hacer lo más básico, cómo arreglar una grieta o desatascar un lavabo, fabricar una bombilla, una jarra o un cuenco. Por entonces no hacían falta soldados, aunque yo siempre tenía en cuenta que las bestias llegarían tarde o temprano hasta allí y tendríamos que defendernos. Recuerdo pedirle todos los días, insistentemente, una tregua al Todopoderoso y que éste me concedió una de nueve años.
Rememoro aquel tiempo con mucho cariño, si alguna vez fui feliz, después del desastre, fue entonces. Tardé meses en organizarlo todo con un poco de orden y sentido, pero en cuanto lo logré todos ayudaron a que se mantuviera. Apenas había niños enfermos, y sólo uno grave: Álvaro, el primero que perdí. Estaba aquejado de una rara enfermedad de la que no pude curarle. No fui capaz de descubrir que era lo que estaba matándole. Lo intenté, estudié todo lo que pude, incluso viaje hasta el hospital comarcal donde me dijo que le trataban, pero fui incapaz de encontrar su historial. Se murió entre mis brazos sin que yo pudiera evitarlo. Hicimos un funeral y lo incineramos en el exterior, formando una pira de leña, como si fuera un guerrero teutón. Desde entonces todos los funerales se realizan así, es necesario que los que se quedan sepan quién se va, y que se vea desde la distancia.
Pero no deseo hablar de un tema tan doloroso para mí, sino del resto de los muchachos. Alexia disfrutaba, día a día, con sus nuevos hermanos y hermanas y crecía fuerte y sana. Yo me extasiaba contemplando como los más jóvenes jugaban ajenos al horror que se había producido, y como los mayores, después de terminar sus tareas obligatorias, alternaban entre ellos. Tarde unos años en abrir la primera escuela. Los mayores se ocupaban de enseñar a leer y escribir a los pequeños, y yo, personalmente, enseñaba todo y a todos, lo que sabía de fontanería, electricidad, socorrismo, historia, etcétera. Desde luego no era mucho, pero hice lo que pude.
Hoy por hoy todos estudian y esto está muy bien organizado. Lo que si hice, desde el principio, fue obligarles a leer y aprender libros didácticos, ya pertenecieran a una antigua carrera universitaria o un oficio. Creo que gracias a eso tenemos artesanos médicos e ingenieros bastante competentes. Quizá, no podemos sintetizar todos los antibióticos que se conocían, o hacer un puente demasiado grande, pero gracias a los libros que trasladamos y los aplicados muchachos que los estudiaban podemos producir los más básicos, como la penicilina, sabemos mantener los caminos en muy buen estado, además de la presa, conocemos venenos y remedios alternativos, tenemos agricultores y hortelanos expertos, artesanos del vidrio, del papel, la alfarería, carpinteros e incluso filósofos.
Imagino que si alguno de mi época viniera a éste, en un viaje temporal, se reiría de nuestras instalaciones, e incluso de nuestra manera de hacer algunas de las cosas. Al principio, si nos hacía falta algo, no teníamos más que ir a buscarlo, al pueblo o en su defecto, alguna ciudad circundante. Más tarde cuando llegaron las bestias tuvimos que limitar nuestra salidas y aprender a improvisar. Creo que no salió tan mal después de todo, hoy por hoy tengo más de dos mil setecientos hijos vivos, y a la mayoría de ellos les he ayudado a venir al mundo."
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"LA FORTALEZA"
Ficção Científica"La historia de unos supervivientes, en un mundo postapocalíptico, por encima de cualquier código ético y moral." Este relato fué escrito, originariamente, para los premios Minotauro de la editorial Planeta, en su apartado: "Relato corto de ciencia...