II

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—Monseñor, se acercan, los ojeadores las han localizado en el túmulo de Ócram.

El sacerdote se mostraba frío y calmado frente a su superiora. Esta mujer, de mediana edad, con cicatrices que recorrían todo su cuerpo, era una auténtica leyenda. La Libertadora, la vencedora de las bestias en Sínola, la hija del Mulá: el Padre de todos.

—¿Cuánto tiempo tenemos?

Mientras le preguntaba al soldado Alexia se había levantado, con gesto cansado, de la desvencijada mesa de roble de la sala de reuniones, que también era utilizada como comedor por la alta Curia. El lujo no la atraía en absoluto, era una mujer espartana, una verdadera hija de su padre.

Éste le había enseñado que nada era permanente, y ella lo había aprendido realmente bien. Desde que tenía uso de razón recordaba como su padre, bombero de profesión, la había estado preparando para sobrevivir si él faltaba. En aquel tiempo aún había tentáculos sobre la tierra, además de las bestias, aunque estas últimas temieran a los primeros. Si un tentáculo barría la zona eso aseguraba al menos una luna sin bestias.

La había preparado, y lo había hecho a conciencia. Estas la conocían y temían el fanático salvajismo que proyectaba contra ellas. Aún después de tantos años, en sus pequeños cerebros y en su mentalidad de grupo, tenían muy presente las matanzas de los túmulos de Sínola y de Enteros. La segunda, venganza de la primera.

Alexia conocía esto gracias a los bestiales interrogatorios de los enemigos capturados. Sabía que estos animales eran capaces de proyectar su dolor a través de su memoria colectiva a distancias enormes. Ella había explotado este hecho hasta el punto de que algunos, los de más edad, huían ante su sola presencia.

A los doce años había matado a su primer engendro con su rifle de precisión, disparándole entre los ojos a más de trecientos metros. A los dieciséis, había visto cómo su padre degollaba a otro monstruo con un cuchillo, en una encarnizada pelea que había terminado con la muerte de la bestia, pero con su padre horriblemente mutilado. El demonio le había devorado parte de la pierna. A los diecisiete, ya era el líder de la comunidad, el jefe guerrero de los regulares por méritos propios.

En ese combate por la vida tanto el Mulá, cómo ella misma, habían descubierto, por primera vez, una debilidad en sus enemigos: eran casi ciegos. Se guiaban por un afinado sentido del olfato y un agudo oído. Con movimientos engañosos en zigzag era fácil atacarles por los flancos ,donde su estómago, gordo y rugoso, ofrecía un blanco fácil.

Desde ese momento los entrenamientos de combate contra el enemigo fueron obligatorios. Gracias a ellos había salvado la vida infinidad de veces, aunque le había costado más cicatrices de las que deseaba.

Miró al sacerdote, que no apartaba la vista de ella, un momento. Alexia sabía todo lo que su presencia imponía a las nuevas generaciones. Mientras avanzaba hacia él se preguntó cuánta edad tendría realmente el ebúrneo guerrero, lo que era seguro es que no llegaba a los dieciocho. Repitió de nuevo:

—¿Cuanto tiempo?

—Tres horas Monseñor, a lo sumo cuatro.

—Bien —contestó mientras se colocaba la armadura de combate y recogía su ballesta de encima de una silla—, la gloria se mece en el combate —y mientras se dirigía con decisión a la puerta añadió—. Vamos a por ellas cruzado.

"LA FORTALEZA"Donde viven las historias. Descúbrelo ahora