Laboratorio

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Gin condujo con sutil rapidez todo el trayecto, y yo en cierto modo no paraba de darme la culpa.

Las cosas en mi vida eran delicadas desde el momento en que mis padres murieron, ¿por qué había tenido que ponerlas más frágiles aún con todo aquello?

Entre mi temblor y las prisas, la venda de mis ojos no había quedado demasiado fuerte, pero valía como para no ver nada.

O eso creí.

Al parecer llevábamos un buen rato por un túnel, porque, al salir de él, la luz diurna pudo llegar a mis pupilas a través de la tela.

Apreté fuerte los ojos, me daba miedo ver nada.

Me daba miedo pensar que Gin sería capaz de matarme solo por haber visto un trozo del camino.

-Túmbate, si tanto miedo tienes de mí -dijo.

Era Gin, estaba clarísimo que enseguida se daría cuenta.

Lo que no esperaba era ese tipo de ayuda.

¿Podría ser que el frío corazón de Gin sintiese alguna clase de tétrico aprecio por mí?

No, pensé.

Pero me acosté igual, y dejé a mi cuerpo dormirse por si quería hacerlo, pero rechazó la oferta.

Llegamos, y Gin salió del coche y empezó a caminar sin llamarme siquiera.

Pero le oí, y eso me bastaba para saber que debía ir con él.

Me quité la venda y la dejé en los asientos de atrás.

Cuando alcancé a Gin noté que de alguna manera casi imperceptible acelebraba el paso.

-Lo siento -traté de disculparme.

-Disculparse es de débiles -dictaminó con tono seco.

Asentí con la cabeza y seguí a su lado.

Lo mejor, entonces, era no hacer nada.

Puso su mano en una placa de hierro y de pronto ésta brilló en un tono rojo con una raya verde horizontal que subía y bajaba por su palma.

Una enorme puerta hasta ese momento casi invisible se abrió frente a nosotros.

Había ido allí cientos de veces y aún no me acostumbraba a aquello.

Cuando pasabas la puerta, el aire que siempre rodeaba todo lo relacionado con la organización desaparecía.

El laboratorio era algo diferente. No sabría cómo describirlo.

Allí no me sentía insegura. Era como si allí yo pudiese darle órdenes a Gin y él no las rechazaría.

No lo había intentado nunca, pero tenía la certeza de que así era.

Saludé a un chico de unos 28 años de pelo largo y negro con gorro que había visto las últimas veces por allí.

Era nuevo en la organización y, aunque eran parecidos, algo le diferenciaba de ellos.

En sus enormes  ojos verdes veía un brillo que en los de Gin no.

Yo siempre le saludaba por aquello, porque me daba una buena sensación, pero él no llegó nunca a devolverme el saludo.

Solamente se me quedaba mirando con sus ojazos y seguía así hasta que era Gin quien me cogía del brazo y me llevaba a otra parte.

-¿Por qué sigues saludando a ese tipo? -preguntó Gin ese día.

Me sorprendí de nuevo.

¿A Gin le importaba saber mis motivos?

Sweet betrayerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora