XXXII. Venganza

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Cuando Lali llegó a Milan pasó tres días llorando en una habitación de hotel. Vivió a base de room service y no vio la luz del sol ni se levantó de la cama. Se despertaba llorando, se dormía llorando y mientras comía, lloraba. Sintió que se iba a quedar sin lágrimas, y rogó que en algún momento ese vacío que sentía que le atravesaba el cuerpo se fuera, pero no pasaba. 

No prendió el celular, no miró el reloj, y aunque prendió el televisor, no prestó atención a lo que pasaban. No se dio una ducha, tampoco, ni se cambió el pijama. Tres días que fueron uno porque cerró las cortinas al llegar y no las volvió a abrir para ver el sol. Tres días en los que creyó entender literalmente lo que era morir de amor. Tres días en los que desconectó su alma de su cuerpo y se permitió sufrir, tocar fondo, hacerse añicos, romperse, o terminarse de romper, porque destruida ya estaba. 

Pero el cuarto día abrió los ojos y se quedó mirando el techo. Diez, veinte, media hora... quién sabe. Solo pestañeaba. Y a las tres horas se llevó una mano al pecho y sintió su corazón. Estaba ahí, latía tranquilo, sereno, seco, entero. Después estiró la mano y en un italiano perfecto pidió un café con leche, jugo de naranja y unas medialunas a la habitación. Cuando cortó tomó una respiración profunda y contuvo el aire hasta expulsarlo lenta y pausadamente, como si estuviese desinflándose. Y de repente se dio cuenta de que no había muerto de amor, y que ya no quería seguir llorando. Se abstrajo de sí misma como si estuviese viendo a otra persona y sintió pena por la piltrafa en la que se había convertido. 

Y el cuarto día, entonces, finalmente, sucedió. Se levantó de la cama y se sentó a un lado unos minutos. Se acostumbró a estar de pie y arrastró el paso hasta la ventana para tomar las cortinas y contar hasta tres. 

Uno, dos, tres...

La luz del sol la encegueció y achinó sus ojos dándole la espalda a la ventana hasta acostumbrarse a la luz. Y cuando lo hizo, se volvió y, no sonrió, pero se volvió a tocar el corazón. 

Tuc-tuc - tuc-tuc. Latía. Suspiró. 

Se metió en el baño y en un rapto de coherencia, se deshizo del pijama que ya era casi una segunda piel, y encendió el agua de la ducha dejándola correr. No esperó a que estuviese caliente para meterse debajo de ella y, aunque tembló un poco, el contacto con el agua la relajó. Se bañó tranquila, se lavó los dientes, la cara, se peinó, se puso las cremas y una vez terminada su rutina, se miró en el espejo. Tenía los ojos hinchados pero su mirada ya no estaba ahogada, y ella tampoco.

Es que a veces nos vamos en nuestras lágrimas, pero no. Allí estaba ella. Se rompió pero estaba decidida a juntar las partes para volverse a armar. 

Se vistió y recibió el desayuno mientras se colocaba el aro derecho. Desayunó, se perfumó, se escondió detrás de sus lentes de Sol y, después de tres días, salió de la habitación.

-

El aire en la habitación era escaso, o al menos así lo sentían ellos. Él la miraba con recelo, mientras ella observaba algunos detalles de aquella oficina que él había osado a intervenir y modificar.

–Hace mucho no venías, ¿no? parece que estás mirando las paredes como si las hubieras olvidado.

Ella lo miró con desdén, y sonrió irónica. Luego se levantó y se acercó a la pared para mirarlo desde allí.

–En realidad estaba viendo cómo las cambiaste, ya te apropiaste del lugar... Como en casa, le dicen. ¿No? Y no, no me olvidé de nada. Es más... –corre un mueble y señala unas rayas pequeñas en la pared–. ¿Ves esto? Son las líneas que cada mes mi padre marcaba cuando medía mi altura... cuando vimos que ya no crecía más, nos reíamos de que mes a mes la raya del metro cincuenta era más gruesa y remarcada. 

AMOR ENTRE COSTURASDonde viven las historias. Descúbrelo ahora