IX. Escalinatas

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Pese a tener el lanzamiento de la colección encima, la galería llena de colaboradores armando la pasarela, colocando las sillas, dejando caer telas desde lo alto hasta el suelo; empleados que iban y venían entre los programas, los maniquíes, los últimos arreglos, las modelos, los hilos y las máquinas. Los y las estilistas probando maquillajes y peinados, y Eugenia terminando de dar unas entrevistas, Lali no podía concentrarse en los papeles que tenía delante porque aunque su cuerpo estuviese ahí, no lo estaba su cabeza.

–La –ella salió del trance y vio a su amiga mirándola–. ¿Por qué no vas a dar una vuelta?

–No puedo, me necesitan acá.

–No así –le dijo Eugenia y ella suspiró–. No estás acá, Lalo, tu cabeza no puede pensar en otra cosa... Además, ya casi son las nueve.

–No voy a ir.

–No te dije que vayas, digo que vayas a dar una vuelta, te despejes, compres algo de comida para las dos, y vuelvas cuando aclares un poco el panorama –sonrió comprensiva–. No te lo estoy sugiriendo igual, es casi una orden.

–Te quiero –Eugenia sonrió y ella se levantó de su lugar.

–Lo sé, genero eso en la gente –y la hizo reír.

–Vuelvo en un ratito –dijo abrochándose el saco. Su amiga asintió–. Llamame cualquier cosa.

–Sí, señora. Anda –ella suspiró y salió de la oficina.

Esa mañana no solo había conocido a la futura mujer del hombre con quien más noches compartía últimamente, sino que además había recibido una llamada de su jefe de Milán, consultándole por su regreso. Usando a su padre como excusa, prometió resolver lo antes posible lo que se suponía que debería haber hecho pasada la semana de vuelta en Buenos Aires, para regresar a ocupar su lugar. Sus jefes habían sido comprensivos y habían dejado extender su estadía durante tres meses, pero aquel tiempo estaba terminando y ella debía tomar una decisión.
Salió por la puerta que daba a las escaleras de la salida secundaria e inhaló profundamente el aire húmedo de la calle. Con las manos en los bolsillos salió sin rumbo fijo a caminar por las calles del barrio porteño de Belgrano donde se encontraba el taller. El Sol ya había dejado su lugar a la luna y las luces de la calle iluminaban el andar de los pocos peatones que caminaban por las veredas o cruzaban las calles empedradas cuando el semáforo detenía a los autos en las esquinas. Pasó por una cafetería y se pidió un capucchino para llevar. Quiso ver la hora cuando se detuvo esperando poder cruzar, y notó que no tenía su teléfono encima. Insultó a Eugenia en su mente por haberla sacado tan deprisa de la oficina y suspiró cuando cruzó por la senda peatonal.
Estaba tan ensimismada en sus pensamientos que unos minutos después de andar sin rumbo, frenó porque se sintió desorientada.

–Viniste.

Giró asustada y se sorprendió cuando lo vio levantarse lentamente de las escalinatas en las que reposaba segundos atrás.

–No vine a ningún lado. ¿Qué haces acá? ¿Me estás siguiendo?

–Vivo acá, Lali –la tranquilizó–. La verdad es que estaba sentado afuera esperando que aparecieras, y lo hiciste.

–Pero porque me perdí, no pensaba venir –dijo confundida–. Salí a caminar y me per-

–Lo importante es que estás acá –la interrumpió–. Algo en tu inconsciente te hizo caminar sin rumbo hasta mi para que podamos hablar.

–¿Qué queres que hablemos? Está todo dicho.

–Dejame explicarte, Lali. Por favor –ella lo miró cansada y pudo ver la verdad en sus ojos. Asintió y él se destensó como si hubiese logrado sacarse un peso de encima. Tomó su mano y la llevó hasta la puerta principal de su casa pero ella se frenó en seco impidiéndole seguir–. ¿Qué pasa?

AMOR ENTRE COSTURASDonde viven las historias. Descúbrelo ahora