22: Mierda, Soto

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Sinaí

Esa mañana lo haría, al fin lo haría. Juré por la varita de Sauco, la piedra de la resurrección y la capa de invisibilidad que esa vez sí entraría a clases. Ya bastaba de faltar, ya no había nada que temer.

Llegué antes al salón para que no me sucediera lo de mi primer día. Fue la primera en llegar, y no solo al salón, a todo el colegio.

Esperé un par de minutos sola en el portón hasta que llegó el conserje con las llaves y abrió. Me vio tan desubicada que me preguntó en qué salón era mi primera clase y me hizo el favor de abrirlo para que esperara dentro hasta que llegara la profesora.

Por suerte, llegaron primero mis compañeros. Si una docente hubiese entrado y me hubiese visto sola sin duda haría unas miles de preguntas sobre por qué no reconocía mi cara, quién era yo y por qué no había entrado a clases en todo ese tiempo.

Mis compañeros pronto llenaron el salón y la profesora seguía sin llegar, así que empezaron a rodar las mesas y las sillas para formar círculos con sus amigos y hablar entre ellos.

Quedé completamente sola.

El salón comenzó a fundirse junto a las risas de mis compañeros que de pronto comencé a oír en cámara lenta, como si yo estuviese encerrada en una burbuja y sus voces me llegaran lejanas, desde el fondo del océano.

Me sorprendía lo expertos que eran en ignorar mi presencia, lo fácil que se les hacía existir a pesar de mí.

No me cabía en la cabeza cómo les costaba empatizar tanto con mi situación, como si ninguno de ellos hubiera sido el nuevo nunca. Y no de esos recién llegados a los que les precedía un apellido y una fortuna, o aquellos por los que abogaba una cara bonita. Los nuevos de verdad. Los marginados.

Tal vez, y solo tal vez, muchos lo fueron. Y por eso no volteaban a verme, por miedo a perder su puesto. Asustados de volver a ser yo.

Sobre mis puños apretados encima el pupitre cayeron dos perlas húmedas y brillantes, las huellas de mi dolor, de mi debilidad. Lloraba por nada, y eso era lo más humillante, no tener un motivo que justificara lo patética que me sentía ahí, en un rincón del que jamás me movería a menos que me atreviera a dar el primer paso.

Me limpié la cara y traté de escuchar lo que hablaban los que estaban más cerca de mí, cuando lo creí oportuno, me inmiscuí riendo de uno de sus chistes.

Todos en ese círculo voltearon a verme, me estudiaron de arriba a abajo con miradas burlonas, cejas arqueadas y gestos inquisitivos. Concluyeron estallando en una carcajada que contagió a todo el salón, y si antes habían dejado suficiente espacio entre sus asientos esta vez estrecharon más su círculo y me dieron la espalda de un modo que me quedara bastante claro mi lugar: ninguno.

Salí corriendo del salón en el preciso momento en que la profesora entraba al aula, tropezándola. Pero no me detuve, la dejé recogiendo sus cosas y seguí sin ver atrás hasta llegar a mi casa.

Ese fue el comienzo del fin.

La próxima vez que entrara a cualquier sitio, las personas no me aislarían, morirían por ser parte de mi entorno, lucharían por mi atención.

☆🎲•☆•🎲☆

Soto?

Estaba sentada frente a la ventana de mi cuarto con un plato de pasta recalentada en el microondas. Veía hacia afuera deseando tener unos binoculares, calculando cualquier posibilidad de que Axer cruzara por la calle de un instante a otro con una caja de condones para reclamar su premio.

Nerd: obsesión enfermiza [Libro 1 y 2, COMPLETOS] [Ya en físico]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora