XXV
—Nunca imaginé que me ganarías la apuesta, Konoe Akira. Creí que mi magia lo detendría... como ha hecho con los demás. No te equivocabas al decirme que él no era como los demás. Te felicito.
La voz de la diosa Izanami, suave y extrañamente discordante, resonó a lo largo y ancho de la habitación, hasta que su eco desapareció entre los cortinajes rojos que adornaban en el salón en el que ambos estaban sentados.
—Es especial. No ha habido nunca nadie como él. Y casi estoy seguro de que no lo habrá. Él es...
—Lo que fue Izanagi para mí. Mi vida —añadió, con un murmullo que fue interrumpido por el sonido de pasos que se acercaban.
Akira levantó la mirada cuando la puerta que daba a los aposentos privados de la regente del Yomi chirrió, anunciando una nueva y casi inesperada visita. Sus ojos se velaron por la emoción en cuanto reconoció el paso firme de las botas de Tomohisa sobre el suelo cubierto de alfombras. Sus dedos aferraron con más fuerza la taza de té de la que bebía desde hacía meses y tuvo que hacer su mejor esfuerzo para no incorporarse y correr en su busca.
Sabía que si lo hacía toda aquella travesía terminara allí y, francamente, no podía permitirse el lujo de equivocarse. No ahora que Tomohisa estaba a punto de llegar, de verle y de sentirle entre sus brazos.
El espíritu del damyo se estremeció cuando sintió a Izanami moverse junto a él. Bastó un vistazo para saber que la diosa no estaba de buen humor: su rostro, en el que convergían intermitentemente la belleza de la vida y el vacío huesudo de la muerte, cambiaba demasiado rápido, demasiadas veces, de manera que se vio incapaz de mantenerle la mirada.
En el fondo, la entendía. Y compartía esos sentimientos, bruscos y violentos, que la habían atado al Yomi. Su leyenda, esa que hablaba del amor que compartía con Izanagi y que él había oído muchas veces de niño, no tenía la fuerza del relato que la propia diosa le había narrado entre té y té y que, con el tiempo, había atesorado para sí mismo. Ahora comprendía, con más fuerza que nunca, lo afortunado que era al haber conocido al samurái. Pocos existían como él.
Los pasos se acercaron un poco más. Su corazón se estremeció con tanta fuerza que la diosa bufó, molesta.
—¿Tú también vas a abandonarme, Konoe Akira? ¿Te marcharás como hizo él?
El damyo del clan apretó los dedos en torno a la taza y bajó la cabeza en señal de sumisión, aunque sus deseos eran tan vívidos que nada de lo que hiciera a partir de ahora serviría para calmar la ira de Izanami. Y ella lo sabía.
—No dejaré que te marches tan fácilmente —susurró la mujer y abandonó su trono para deslizarse, como una sombra, en dirección a la puerta cubierta por velos y telas transparentes.
En ese momento los ojos de Akira vislumbraron, por primera vez desde hacía tiempo, el rostro agotado y profundamente hermoso de su hermanastro. La necesidad de levantarse, de ir y perderse en sus brazos, de besarle hasta morir fue tan intensa que estuvo a punto de levantarse y, simplemente, olvidarse de la diosa de la muerte.
Pero no.
No podía.
No aún.
No hasta que pusiera a salvo a Tomohisa, ya que aún podía perecer allí, tan cerca de la meta que tanto le había costado alcanzar
Tragó saliva y sus labios paladearon con embriagadora dulzura el nombre del samurái. Sin embargo, fue la voz de Izanami la que se alzó entre ambos.
—No eres bienvenido aquí, Tomohisa. Ningún mortal lo es —siseó—. Márchate y abandona tus esperanzas antes de que te las arranque yo misma del cuerpo. Vete y no vuelvas, samurái. No te quiero cerca.

ESTÁS LEYENDO
Solo una noche más
RomanceJapón, periodo Sengoku. Tras el levantamiento y la traición de los samuráis de la familia Konoe, nada tiene sentido para Tomohisa. Su vida, ligada íntimamente al damyo de la familia, Konoe Akira, no merece la pena si él ya no está. Aunque hay maner...