XIX

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XIX

Lo primero que sintió Tomohisa fue el silencio. Una ausencia de sonido que helaba la sangre, pues era completamente antinatural. De hecho, se percató, ni siquiera se oía pensar, ni era capaz de escuchar el sonido de su corazón alborotado. Su respiración, a pesar de que la notaba agitada, no era ni un susurro entre aquella bruma silenciosa y pegajosa que se extendía frente a él, ocultando todos los posibles caminos... y peligros.

Akira le había advertido sobre aquel lugar. La entrada al Yomi se aposentaba sobre un enorme precipicio que desembocaba en un cruce de caminos. Para bajar, le había dicho, necesitaría una ayuda que él no podía proporcionarle, pues su espíritu no tenía permitido acercarse a aquel lugar.

Entonces, ¿quién podía ayudarle? ¿Cómo iba a descender por el precipicio si no era capaz ni de verse las manos? ¿Y cuántas posibilidades existían de que alguna de las criaturas que habitaban aquel lugar no fueran del todo hostiles con él... ?

Aquellas preguntas solo duraron un segundo en su cabeza. Apenas se formularon y empezaron a formar un pensamiento... desaparecieron, pues el denso silencio de aquel lugar devoró todo atisbo de voz, aunque esta fuera interna y pasara desapercibida.

Tomohisa sintió una oleada de desesperación: ciego, mudo y sin pensamientos racionales que le guiaran, se sentía como un muñeco desmadejado a merced de un destino funesto.

Ni siquiera se atrevía a moverse.

Y mientras él permanecía inmóvil, la niebla, blanca y cada vez más densa, parecía crecer ante sus ojos, poco a poco, hasta que solo fue capaz de ver el brillante color de la pureza.

¿Qué hacía allí?

¿Cuánto tiempo llevaba quieto?

¿Seguía vivo?

¿Estaba atrapado?

Un chillido desagradable y demasiado agudo para sus oídos resonó de pronto en aquel lugar maldito. Aquella voz, pese a que solo duró unos segundos antes de convertirse en silencio, fue lo suficientemente intensa como para deshacer el sopor que amenazaba con devorar a Tomohisa. La niebla, al igual que el silencio, se disolvió ante aquellas notas afiladas como cuchillos y dejó que el antiguo samurái contemplara el inmenso abismo que tenía frente a él: era una pared de roca negra, cuyas aristas parecían tan afiladas como su propia katana.

Se estremeció al darse cuenta de que no existían más caminos que ese y que, si no se daba prisa, el silencio volvería a enturbiar sus sentidos.

Tenía que darse prisa. Tenía que hacer algo para alejar el hechizo.

En ese momento, como si su desesperación fuera un ruego a los dioses, escuchó un susurro a sus espaldas. No contenía palabra alguna, cierto era, pero hizo que Tomohisa girara la cabeza: tras él, en su macuto, un brillo débil de color violeta parecía luchar contra la blancura absoluta de la niebla.

El guerrero ni siquiera se permitió pensar, pues no tenía tiempo para ello y era consciente de que el silencio volvía a entorpecer su mente. Por eso cogió el frasco, arrancó el sello que contenía el brillante líquido y bebió de su contenido a grandes tragos.

La sensación que le recorrió en ese momento fue extraña, pero no exactamente desagradable. En esos instantes fue incapaz de describir el cosquilleo que sentía por todas partes, pero sí que se percató de que sus sentidos se habían agudizado: ahora era capaz de ver a través de la niebla y también escuchaba, procedente de algún lugar desconocido, el suave tintineo de las gotas de agua al estrellarse contra el suelo.

Solo una noche másDonde viven las historias. Descúbrelo ahora