XXVII
Sacudidos aún por los últimos resquicios de placer, ambos hombres abandonaron la laguna y se entregaron a la ardua tarea de recuperar sus ropas de las aguas. Después, sin cubrir sus vergüenzas, se acomodaron en la orilla, muy juntos, y contemplaron el mágico brillo que titilaba por las paredes.
Fue Akira quien inició la conversación, con el corazón golpeándole el pecho con fuerza y rapidez. Le costó encontrar las palabras adecuadas pero, cuando las encontró, las dejó escapar en voz baja:
—Es un escenario maravilloso para una despedida, ¿verdad?
Sintió que Tomohisa se envaraba a su lado, pero ni siquiera se atrevió a mirarle. Continuó contemplando el vaivén de las aguas de la laguna, como si, de alguna manera, su movimiento le proporcionara algún tipo de paz.
—No pienso despedirme de ti. Así que no digas sandeces —gruñó el samurái en contestación y sacudió la cabeza—. Volverás conmigo al mundo mortal y seremos felices.
—No sabes de lo que hablas, Tomohisa, no tienes ni idea de lo que ella me ha pedido a cambio.
—¿Y crees que me importa? ¿Después de todo lo que he hecho?
—Si te conozco como creo que lo hago, lo hará. —El damyo de la familia Konoe sonrió con tristeza y, esta vez, sí giró la cabeza hacia él—. Es una carga demasiado pesada para ambos... aunque especialmente para ti. Izanami no ha escatimado en su castigo.
—No me importa. Hice un juramento el día que te marchaste y pienso cumplirlo: saldremos de aquí. Y haré lo que tenga que hacer. —Se detuvo un momento para acallar los gritos de su mente y después suspiró—. ¿Qué te ha pedido?
—Un precio demasiado alto —repitió el joven, apesadumbrado—. Una locura que nadie en su sano juicio llevaría a cabo.
El samurái rio entre dientes, con una amargura que casi se podía masticar, y negó con la cabeza.
—Yo ya estoy loco. Perdí la razón el día que te apartaron de mi lado.
Akira sintió sus palabras como si estas fueran una caricia dulce y tierna que se hundía en lo más profundo de su interior, allí donde albergaba el corazón y sus sentimientos más puros. Se sintió entonces miserable, muy pequeño y asustado, así que se encogió sobre sí mismo y se abrazó las rodillas.
—¿Recuerdas la historia que nos contaban de niños acerca de Izanami e Izanagi? —Notó que Tomohisa asentía con la cabeza, por lo que continuó sin levantar la voz más de lo necesario—. ¿La promesa que ella le hizo a él?
Volvió a asentir, aunque en esta ocasión el guerrero retomó la palabra.
—Izanami prometió que acabaría con mil vidas al día y él juró entonces que crearía mil quinientas.
—Sé que ahora no entiendes por qué te hago recordar todo esto, pero... esa promesa es algo que siempre ha herido a Izanami, pues la siente hendida en su carne como una espina que no puede quitarse. Se siente sola y abandonada, traicionada por el amor de su vida e implora a sus yokais y onis que cumplan su venganza. Necesita almas con las que paliar ese dolor que nunca termina. Almas como tú y como yo, ánimas cargadas de pecados y con el corazón puro. Eso es lo que nos pide, Tomohisa: llenar el Yomi de remanentes que se queden junto a ella. No quiere volver a quedarse sola.
El samurái frunció el ceño y tomó aire con lentitud. No hacía falta que Akira le contara nada más para entender lo que tendría que hacer al salir de allí: mancharse las manos de sangre inocente y corrupta para saciar los deseos agónicos de una deidad.

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Solo una noche más
RomanceJapón, periodo Sengoku. Tras el levantamiento y la traición de los samuráis de la familia Konoe, nada tiene sentido para Tomohisa. Su vida, ligada íntimamente al damyo de la familia, Konoe Akira, no merece la pena si él ya no está. Aunque hay maner...