II
Tres meses antes del levantamiento.
—¡Akira!
La voz de Etsuko, la honorable matriarca del clan Konoe, resonó por los pasillos de la casa familiar y desembocó en el campo de entrenamiento. Allí, rodeado de un buen puñado de aprendices, Akira, el actual damyo del clan, mostraba a los más jóvenes los movimientos esenciales de la espada nodachi. Vestido solo con el yukata, impoluto y del color del cielo, resultaba una visión única de paciencia y disciplina. Nada en él carecía de elegancia: desde la coleta firmemente sujeta a pesar del largo de su cabello oscuro, hasta la firmeza con la que sujetaba la espada con ambas manos. Ni siquiera su mirada, oscura, cálida y, a la vez, sorprendentemente firme, parecía exenta de gallardía.
No por nada era admirado en toda la región, aunque sus logros militares viajaban de boca en boca como un cuento antiguo y acrecentaban la fama del joven samurái.
—Honorable abuela... —Akira bajó el arma en cuanto la mujer atravesó el patio. Hizo una reverencia profunda y servicial, pero olvidó todos sus modales apenas la mujer lo alcanzó y alargó sus ajadas manos hacia él.
Bastó una caricia de la mujer para que su sonrisa se ampliara enormemente y sus buenas intenciones se deshicieran en un sentido abrazo.
—¡Ya ha llegado! ¡Después de tanto tiempo...!
A ninguno de los presentes les hizo falta preguntar a qué se refería la anciana, pues de todos era sabido que la joven Hanako por fin había abandonado la casa de sus padres para ir al encuentro de su prometido: el propio Akira. El viaje había sido largo y complicado debido a lo complicado del tiempo pero, por fin, se había avistado la caravana que traía a la muchacha a su nuevo hogar.
—Es una alegría saber que está sana y salva. —Akira sonrió y tras soltar a la anciana, hizo un gesto para que los jóvenes aprendices se dispersaran. Solo uno de ellos, Tomohisa, permaneció a su lado cuando los demás se hubieron marchado—. ¿Está todo preparado para su llegada?
—¡Por supuesto que sí! —Etsuko le devolvió la sonrisa, se apoyó en el brazo de Tomohisa y lideró el paseo que iba a encaminado al jardín de piedras que había situado en la parte trasera del complejo. Las vistas desde allí eran parte esencial de la belleza de aquel paraje: el blanco de la arena resaltaba sobre el verde de la ladera inundada de primavera, y las piedras grisáceas de granito añadían una nota de sobriedad ante la visión infinita de las cordilleras que se extendían al fondo. Solo el estanque que discurría por mitad de este aportaba un toque de color en aquella diminuta gama cromática—. Su habitación ya está debidamente preparada. He escogido para ella la que se abre al onsen, ¿te parece bien?
—Todo lo que diga, honorable abuela, me parece bien. —Su sonrisa continuó jugueteando en sus labios, aunque esta se amplió cuando vio a Tomohisa poner los ojos en blanco. Aquel descaro a punto estuvo de arrancarle una carcajada, pero bastó que la mujer carraspeara para que su atención regresara a ella.
—Me he asegurado de que hoy solo se sirvan manjares —continuó explicando, con esa voz cascada y vieja que a su nieto tanto le gustaba—. Y también he organizado a las muchachas para que afinen sus shamisen. Es nuestro deber que Hanako ame este lugar tanto como lo hacía con su casa.
—Honorable matriarca... es imposible no amar este lugar.
La grave voz que contestó a la mujer fue la de Tomohisa. Sus ojos, tan oscuros como las noches de tormenta, bebían del paisaje con una avidez antinatural, como si se alimentara del susurro de sus árboles y ríos.
—Siempre tan encantador. —Etsuko sonrió con cariño al joven y apretó su antebrazo con dedos largos y huesudos—. Hiciste bien en traerlo contigo, Akira. Es un orgullo tenerte a nuestro lado.
—Más honor es aún poder servir a su nieto —contestó mientras se inclinaba respetuosamente hacia ella, aunque sus ojos se desviaron, inevitablemente, hacia Akira.
Este, simplemente, sonrió.
—Debería ir a ver si mi madre está bien, honorable abuela. Sabe que sus nervios lo pasan mal en estas ocasiones. Su presencia la calmará.
—Ah... tu madre. La dulce Ayumi. —Su mirada se tiñó de un cariño profundo, casi tan profundo como el río que se dibujaba a lo lejos. Sin embargo, también se atisbaba en esta un hondo pesar—. Sí... tienes razón. Como siempre. Iré a hacer té y a contarle una vez más por qué su adorado hijo tiene que casarse.
—¿Necesita que la acompañe, honorable matriarca? Sería para mí un honor servirle de apoyo.
—No te molestes, Tomohisa. Aún puedo volver sola sobre mis pasos. —La anciana le dedicó una sonrisa afectuosa, a la que él correspondió con una profunda reverencia—. Mi nieto sabe disfrutar mejor de tu compañía: regálasela a él antes de que Hanako te lo arrebate.
—Eso haré, se lo juro.
Finalmente, la matriarca de la familia Konoe abandonó el jardín de piedras y regresó a la colorida casa familiar. Atrás dejó a ambos hombres que, en silencio, disfrutaron del sol de media tarde y de los alegres piares de las aves autóctonas.
Fue Tomohisa, como era de esperar, quien rompió la tranquilidad que discurría entre ellos.
—Echaré de menos este lugar.
La gravedad de aquellas palabras se clavaron en el corazón de Akira, que suspiró y apretó los puños con fuerza. Pese a que habían hablado largo y tendido de aquella decisión, aún se resistía a creer que iba a perderlo para siempre. La idea, simplemente, le resultaba inconcebible.
—No te he dado permiso para marcharte. Ni pienso dártelo, por si no te ha quedado claro.
Los ojos oscuros de Tomohisa se entrecerraron al escucharle. Agotado por aquella lucha diaria, el joven samurái suspiró y se limitó a clavar la mirada en el paisaje iluminado por los dulces rayos de Amaterasu mientras pensaba en una respuesta lo suficientemente lógica como para convencer, de una vez, a Akira.
—¿No me dejarás ir aún sabiendo que cada día moriré un poco? ¿Qué clase de damyo eres tú? —murmuró, con la voz casi rota.
—El mismo que he sido siempre.
Tomohisa se estremeció cuando sintió la voz de Akira rozar su oído. Su cálido aliento rozó el lóbulo de su oreja durante un breve segundo, que bastó para erizar su piel bajo la armadura que llevaba y que solo sirvió para que su decisión de marcharse tras la boda se tambaleara un poco más. Incluso entonces, el joven no se movió de donde estaba ni desvió la mirada de los árboles que, sometidos por el viento que acababa de levantarse, se doblaban hacia un lado.
Pero entonces sintió el roce de sus dedos tanteando, tímidamente, los suyos. Aquella caricia prohibida y dulce, a pesar de ser leve como el murmullo de la brisa, hizo que el corazón del guerrero latiera con fuerza contra su pecho. Y aunque no quiso ceder a la tentación, el amor que le profesaba era tan intenso que, simplemente, no pudo evitarlo: entrelazó sus dedos con los de él y apretó con suavidad su mano. Solo entonces le miró, entre aturdido y destrozado.
—El mismo —juró Akira entonces, mientras lo miraba con serenidad—, que seguiré siendo.

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Solo una noche más
RomanceJapón, periodo Sengoku. Tras el levantamiento y la traición de los samuráis de la familia Konoe, nada tiene sentido para Tomohisa. Su vida, ligada íntimamente al damyo de la familia, Konoe Akira, no merece la pena si él ya no está. Aunque hay maner...