IV

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IV

Las puertas del salón de la casa de los Konoe se abrieron con fuerza y rebotaron contra la pared. De inmediato se hizo el silencio: las voces se acallaron y los shamisen dejaron sus notas colgadas de la incertidumbre que aquella repentina llegada había traído consigo.

El primero en entrar fue Kenzo, cuyo rostro apenas se veía debido a la sangre que caía de una herida enterrada bajo el pelo. Tras él llegaron otros dos de los samuráis que habían conseguido salir con vida de la emboscada y que llevaban, a rastras, a un inconsciente Tomohisa.

—Akira...

Ni siquiera hizo falta que Kenzo dijera nada más, pues su mirada era incapaz de apartarse del joven samurái al que siempre había jurado proteger. Ni siquiera Hanako, que se aferraba a la mano de su futuro marido, fue capaz de detenerle.

—Llevadle a mi habitación —ordenó, mientras se levantaba a toda prisa e iba en busca de su abuela, pues era la que más conocía de plantas curativas.

Su frenesí le llevó a abrir la puerta de su aposento sin rastro alguno de los modales que siempre le caracterizaban. La puerta, al igual que había ocurrido con la del salón, se estrelló contra la pared e hizo que Etsuko se sobresaltara bruscamente.

—¡¿Qué ocurre?! ¿A qué vienen esas maneras de entrar aquí, Akira?

—Es... Tomohisa —susurró el hombre, jadeante, pues el corazón lo sentía en la garganta y no en el pecho, aunque su latido era igualmente violento—. Lo han herido. Y yo... no puedo dejar que muera, abuela —confesó, mientras sentía que su entereza se resquebrajaba ante la idea de perderle—. No puedo...

Etsuko se incorporó con rapidez a pesar de su avanzada edad y se dirigió al armario donde guardaba todos sus enseres. De este sacó un pequeño maletín de piel oscura, que llevó consigo cuando abandonó la habitación, sin que se molestara en cubrir su blanco camisón de seda con algo más recatado.

Juntos, como una sombra en mitad de las luces de la casa, ambos recorrieron los pasillos hasta desembocar en la habitación de Akira. Esta, grande y ricamente decorada, destacaba por las ramas del árbol sakura que había pintadas por todas las paredes y también por el sonido del agua del arroyo que se escuchaba desde allí, como un murmullo continuo que le recordaba que la vida no se detenía.

—¡Tomohisa!

La voz de Akira surgió débil pero, incluso así, se sobrepuso a los murmullos apagados de Kenzo y los samuráis que lo habían traído. Estos se esforzaban por desnudar a su compañero con todo el cuidado del mundo, pues eran conscientes que un movimiento erróneo podría agravar sus heridas y, quizá, llevarlo a una pronta muerte.

—Fueron los Ochi, Akira. Nos tendieron una emboscada cuando llegamos al bosque... aunque estábamos preparados. —Kenzo negó con la cabeza, aún aturdido por todo lo que había acontecido—. Han sido ellos los que han matado a los campesinos, aunque desconozco aún el motivo exacto de este ataque.

Akira levantó la mano para interrumpir al general, que enmudeció al instante. Sus ojos, llenos de dolor, solo estaban pendientes de las manos de su abuela, que ya se había arrodillado junto al lecho y canturreaba llamando a los espíritus sanadores.

—Salid todos de aquí —musitó entonces, sin apartar la mirada del hombre herido. El silencio que se hizo entonces pareció recrudecerse cuando la voz de Etsuko resonó en mitad de esa quietud. No obstante, no tuvo que repetir su orden. Nunca hacía falta.

Los cantos de la matriarca continuaron durante lo que pareció una eternidad, mientras él permanecía inmóvil en mitad de la habitación. Solo cuando la mujer calló, con la voz rota por el esfuerzo, y se apartó del futón, se atrevió a dar voz a sus ansiosos pensamientos.

Solo una noche másDonde viven las historias. Descúbrelo ahora