XXII
Una sensación fría y punzante recorrió la espina dorsal de Tomohisa, mientras aquel niño tan parecido a sí mismo contemplaba el cadáver de Kata con gesto aterrado y confuso.
—Madre... —susurró, con la voz rota, como si le costara un mundo pronunciar aquel apelativo—. ¿Qué...? ¿Qué ha pasado? ¿Por qué ella...?
—La han encontrado en río, bajo el puente que divide los distritos —contestó una de las mujeres con suavidad, mientras apartaba un mechón de pelo de su rostro aniñado—. Lo siento mucho, Yuki. Kata no merecía un destino tan cruel después de todo lo que ha hecho por ti. Los Dioses cuidarán de ella, no temas. Te esperará allí donde esté.
Los ojos de Yuki se llenaron de lágrimas. Aunque, en opinión de Tomohisa, no eran estos los que expresaban la verdadera turbulencia de lo que sentía. Eran sus labios, fuertemente apretados, los que ponían de manifiesto que, con aquella muerte, se quedaba solo y arrojado a una suerte incierta y esquiva.
En las sombras de aquella visión, Tomohisa suspiró. El niño fantasmal que contemplaba la escena se estremeció en ese momento, recorrido por un remordimiento profundo.
¿Cómo no había sido capaz de darse cuenta en su momento de las posibles consecuencias de sus actos? ¿Cómo se había atrevido a irrumpir así en la vida de alguien a quien no conocía?
Dioses... ¿por qué el Yomi le castigaba de esa manera?
Poco a poco las mujeres abandonaron la casa y dejaron a Yuki junto a su madre que, inerte sobre el futón, aún calaba de agua la tela. El silencio se aposentó sobre el suelo y cubrió al niño durante lo que parecieron horas, hasta que el frío y la rigidez del cadáver de Kata hicieron reaccionar al pequeño. Se levantó y, con cuidado, desnudó a quien había llamado madre y la lavó. Después hizo un esfuerzo para cubrir sus vergüenzas con un kimono que a ella siempre le había gustado llevar y salió de la casa arrastrando los pies. Fuera, la luna brillaba en gélida plata y solo los farolillos iluminaban las callejas con sus titilantes llamas.
Yuki partió en busca de alguien que le ayudara. Fue de allí para acá llamando a puertas de conocidos y desconocidos, hasta que una de las lavanderas lo acogió y aceptó ayudarle. Fue ella, de hecho, quien se encargó de buscar alguien que le diera sepultura a Kata, pese al eso pellizco que eso suponía para su mermado bolsillo. Aun así, tendió su mano al muchacho sin dudarlo, aunque nunca llegó a llamarlo hijo.
Los días pasaban.
Transcurrían en un sinfín de minutos que mantenían a Tomohisa en una vigilia que no comprendía, porque era incapaz de averiguar por qué la visión no terminaba. El tiempo parecía fluir más lento de lo habitual, lo que, con el paso de los días, resultó ser un alivio. Allí, sumido en aquel mundo en el que no podía participar, estaba tranquilo. Pasaba las horas deambulando de un lado a otro, siempre a la vera de aquel muchacho de ojos tristes y alma subyugada. Aprendió a entenderle cuando regresaba a casa crispado y con la boca llena de sangre, o cuando se escondía bajo el puente en el que había perdido a su madre y lloraba hasta quedarse sin fuerzas. Comprendió que tras sus actos había consecuencias inimaginables pues, como ocurría con el viento, un ligero cambio trastocaba todo con lo que se cruzaba. En aquel caso, la vida de un niño desconocido.
Fue, precisamente, en una de esas noches de vigilia, cuando Tomohisa comprendió por qué la visión no terminaba y no le dejaba regresar a la sala de los cuencos. Sorprendentemente no tenía nada que ver con la actitud de Yuki hacia el mundo, sino algo que el samurái había pasado por alto durante aquellos días de silencio: el origen de aquel extraño parecido entre ambos. La conversación que le dio la pista a Tomohisa tuvo lugar junto a los rescoldos del fuego, ya entrada la madrugada, cuando Yuki se levantó con un gemido ahogado y las manos aferradas a su camisa. En sus ojos oscuros se adivinaba el desconsuelo y la confusión que le reconcomían por dentro.
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Solo una noche más
RomanceJapón, periodo Sengoku. Tras el levantamiento y la traición de los samuráis de la familia Konoe, nada tiene sentido para Tomohisa. Su vida, ligada íntimamente al damyo de la familia, Konoe Akira, no merece la pena si él ya no está. Aunque hay maner...