VIII

76 18 1
                                    


VIII

La noche aún cubría los riscos cuando llegaron a la entrada de la ciudad en la que Takeda se había escondido. Esta era pequeña pero bien avenida, como demostraban las calles limpias y los floridos estandartes que ondeaban bajo la brisa nocturna.

A esas horas apenas había nadie fuera de sus casas, salvo la soldadesca que, diligentemente, hacía guardia.

—¿Seguro que Takeda está aquí?

Cho asintió. Su rostro se iluminó bajo un clemente rayo de luna, que solo iluminó su piel corrupta por la muerte.

—Y te está esperando. Sabe que llegas hoy y lo ha preparado todo para vuestro encuentro. Mas, no temas, no serás tú quien se encargue de él.

El ronin se giró hacia su hermana, interrogante, ya que apenas habían hablado a lo largo del viaje. El plan de la anciana, por tanto, solo lo conocía ella.

—Takeda se esconde en el interior de su fortaleza —explicó ella entonces y alargó un huesudo dedo en dirección a un enorme edificio dibujado sobre los demás, imponente y lleno de luces brillantes—. Pero tú no podrás llegar hasta que todo haya terminado.

—¿Qué quieres decir con eso? Soy yo quien tiene que arrancarle el corazón, Cho. De ser de otro modo...

—Sí, lo sé, el ritual se corromperá y tú quedarás atrapado en el Yomi cuando entres. Estoy advertida —resumió ella y desmontó del caballo, que relinchó de alivio y bajó la cabeza, agotado—. No quisiera ese futuro para ti, hermano, así que me limitaré a hacer lo que me ella me ha pedido.

La mujer espectral tomó aire y llenó sus viejos pulmones de aire limpio. Después se giró hacia el guerrero y sonrió.

—¿Me seguirás queriendo cuando veas lo peor de mi? ¿Cuándo descubras lo que me ha hecho el Yomi?

—Nunca existirá un motivo por el cual deje de hacerlo —juró él—. Sé quién eres, Cho. Pase lo que pase.

—Entonces no debes temer nada —concluyó ella, con un suspiro de alivio—. Mis cadenas seguirán siendo firmes incluso cuando todo haya terminado. Si dices la verdad —continuó—, nadie sufrirá por nuestros actos, solos aquellos que se ataron a la traición.

—Eso espero —musitó Tomohisa en contestación y dejó que sus ojos bebieran de los riscos que se cerraban cerca de la fortaleza. Calculó que el recorrido a través de la naturaleza sería largo y costoso, pero sería mucho más seguro que atravesar las calles protegidas. Aun así, se preguntó si sería capaz de desafiar las defensas naturales de la fortaleza sin ser visto.

—Todo irá bien. No puede ser de otro modo.

La voz de su hermana se clavó en su cabeza: pese a la oscuridad que se deshilvanaba de cada una de sus palabras, sentía paz al escucharla. Como si lo que decía fuera una verdad absoluta, alguna suerte de profecía del que él no había sido informado y que vibraba en aquellos momentos sobre sus cabezas, esperando a ser cumplida.

—Llegarás allí con el amanecer —explicó ella—, cuando el sol se tiña de sangre y se alce bebiendo de la sangre de los caídos. Con suerte, no me verás allí. Mas, si llegases antes... —La joven se estremeció—. Recuerda tus promesas. Por favor.

Aquella advertencia heló los latidos del corazón de Tomohisa. Desconocía qué ocultaban las palabras de su hermana, pero sabía reconocer en ellas las consecuencias de una posible negligencia. Se preguntó si sería capaz, a pesar de todo, de seguir siendo fiel a sus principios.

—Al amanecer, entonces —concluyó él a modo de despedida, mientras giraba al caballo y lo apartaba de la puerta principal—. Nos veremos donde sea que esté Takeda.

—Sí —corroboró Cho, con sencillez, mientras echaba a andar con tranquilidad hacia las puertas abiertas de la ciudad, como si estas le pertenecieran: sus pasos la llevaron al centro de la calle, allí donde se atisbaba la ruta de la guardia, y después, calle arriba, en dirección a la fortaleza.

Tomohisa, en cambio, se quedó fuera de los muros. Esperó a que su hermana desapareciera de su línea de visión para enfrentarse a su propia misión: encontrar una forma de entrar antes del amanecer. Y aunque sabía que era una locura y que nadie en su sano juicio se enfrentaría a algo así, emprendió la marcha y se dirigió, sin dilación, a la base del macizo montañoso que protegía la ciudad.

La montaña, de piedra gris y blanca, abrazaba los edificios desde varios frentes, como si estos fueran sus retoños y ella una madre vehemente. Sobre sus brazos, a lo largo del tiempo, habían surgido diferentes construcciones de madera que, desde la lejanía, no eran más que pinceladas oscuras en mitad de un lienzo de color blanco roto. Curiosamente, él conocía aquel lugar con bastante acierto, aunque eso Takeda lo desconocía: a fin de cuentas, aquel episodio de su vida correspondía a un tiempo pasado, a un tiempo bañado de luz que aún parecía calentar su dolorida alma.

—Y aquí estamos otra vez —murmuró él y tomó aire cuando alcanzó el sendero de los pastores que ascendía a las cumbres y se detuvo para contemplarlo—. ¿Quién iba a decirnos que volveríamos a estos lares?

Tomohisa se dirigía, por supuesto, al ausente Akira. Aquel lugar había sido importante para ambos: allí ambos se habían convertido en familia, aún sin saberlo, aunque ellos ya se sentían más o menos así.

Sonrió al recordar a Konoe Yato, el honorable padre de Akira, llevándoles, precisamente, por aquella misma ruta que él recorría en esos momentos con rapidez.

—¿Recuerdas lo mucho que te gustaba este sitio, Akira? —preguntó, mientras sus pies se afianzaban en la vieja senda que discurría a través de las piedras, en dirección a la loma que se extendía al otro lado del macizo. Su idea era cambiar de rumbo al llegar al templo, aunque ignoraba si sería capaz de recorrer caminos que solo le había visto recorrer a los pájaros—. Siempre decías que un día volveríamos —musitó, sin dejar de sonreír, aunque cada palabra rezumaba un poco del dolor que llevaba arrastrando desde que él muriera—. Que celebraríamos nuestros esponsales aquí.

Una corriente de aire frío fue toda la respuesta que recibió, aunque para Tomohisa fue como una caricia de unos dedos que añoraba por encima de todas las cosas.

—Si tu padre se hubiera enterado —continuó—, ¿crees que se había arrepentido de convertirnos en hermanos? ¿Crees que hubiera lamentado darme su apellido y llamarme hijo?

Un nuevo soplo de aire recorrió el estrecho camino y lo empujó con delicadeza hacia arriba, como si el propio viento lo instara a completar su cometido antes de que fuera demasiado tarde.

El guerrero suspiró ante ese silencio que se le enquistaba en el pecho, y guardó sus preguntas sin respuestas en detrimento de una nueva oleada de energía que le llevó a recorrer la centena de metros que lo separaban del templo en el que ambos habían jurado que siempre se protegerían el uno al otro.

Aquel templo, sencillo, y alejado de los ornamentos que caracterizaban a aquellos edificios, poseía una belleza singular. El color rojo de sus columnas, la sencillez de sus pagodas, la diminuta estatua de Tsukuyomi en torno a la que, en las noches de luna llena, los aldeanos se apelotonaban para pedir paz. Las muescas en su base, más viejas que el tiempo, el aire dulce y fragante que llevaba en su seno el olor a hierba húmeda...

Tomohisa se detuvo al llegar allí. Sus ojos bebieron del paisaje que se extendía a sus pies, como si aquella fuera la primera vez que lo hacía: recorrió la loma con la mirada, lentamente, hasta que sus ojos se tiñeron de recuerdos y, su corazón, de viejas palabras ancladas aún a cada latido.

Y cuando escuchó, en la lejanía de su memoria, la voz de Akira llamándole, no se resistió y fue en su busca. 

Solo una noche másDonde viven las historias. Descúbrelo ahora