XXVIII
Cuando los tengus que servían a Izanami regresaron se encontraron a los dos hombres sentados en la orilla de la laguna, con las manos entrelazadas y hablando en quedos susurros que se alejaban mucho del tono que habían utilizado hasta ese entonces. Podía decirse, sin temor a equivocarse, que reían. Que eran felices... si es que eso era posible en un lugar como aquel.
No obstante, a ellos poco les importaba la felicidad ajena así que les interrumpieron con un gruñido profundo y desagradable y les hicieron un gesto para que les siguieran de vuelta a la presencia de Izanami.
La sala a la que los guiaron era una belleza en comparación a los otros lugares por los que habían caminado: una pasarela de vibrante bambú conducía a un templo de madera blanca, que parecía alzarse en mitad de unas aguas cristalinas y azules. A ambos lados de su entrada, custodiando la escaleras, se podían ver los restos de una lanza, sin duda los fragmentos rotos del arma sagrada que siempre había empuñado la diosa y que representaba los lazos rotos de su matrimonio.
Akira sintió que el corazón se le aceleraba en el pecho. Había escuchado muchas veces a Izanami hablar de aquel templo, el primero, pero jamás creyó que sus pies pisarían un terreno tan sagrado. Quizá por eso subió los escalones con lentitud, como si temiera algún tipo de castigo por atreverse a entrar en un lugar al que solo los dioses tenían acceso.
Cuando llegaron a la parte de arriba, minutos después, les recibió una explosión de vivos colores que hizo que ambos hombres se detuvieran, sorprendidos: las camelias rojas brillaban bajo un sol escurridizo y falso y junto a las violetas y los melocotoneros conformaban un jardín puro y hermoso, cuyo olor era fragante y enloquecedor. También atisbaron entre las rocas blancas prímulas de colores, crisantemos e ipomoeas azules que trepaban en busca de las ramas de los cerezos que salpicaban el resto del jardín.
Y justo al final de este, inmóvil como una estatua, vieron a Izanami.
Tomohisa fue consciente de que se acercaba la hora del juicio. Pese a la belleza del lugar y la calma que parecía irradiar de cada uno de los pétalos de las flores él sabía que no todo estaba ganado en aquella lid. Lo sentía en los huesos, en el corazón y lo escuchaba como un murmullo que no le dejaba en paz. Aun así se sentía valiente, así que entrelazó los dedos con los de Akira y se inclinó, al llegar, frente a la diosa de los muertos.
Esta se había cambiado de ropa y su kimono, de un negro absoluto, parecía absorber completamente la luz del jardín. Aun así, lejos de la intimidante presencia que había mostrado al llegar Tomohisa a sus aposentos, estaba hermosa. Su rostro, a pesar de seguir titilando entre huesos y su tez mortal, era blanco y brillante, lleno de polvos de arroz y carmín rojo, que la hacían aún más irreal si eso era posible.
—Supongo que os habéis decidido —saludó la mujer, arrastrando las palabras y sin casi levantar la voz, como si pronunciar cada sílaba le costara un gran esfuerzo—. Venid conmigo entonces.
La pareja, aún cogida de la mano, siguió sus pasos hacia el interior de aquel templo primigenio y antiguo. No tardaron en sentir su fresca sombra cubrirles y sus largas sombras oscurecerles la mirada. Sorprendentemente, el interior del edificio era radicalmente opuesto a su exterior: donde antes había color y belleza se encontraron con huesos marchitos, limpios y pulidos, con cráneos de bestias inmundas cuyas cuencas vacías parecían seguirles allá donde fueran, y con cruentas sonrisas, blancas como el nácar, ordenadas unas junto a las otras en una composición macabra y escalofriante.
Y en mitad de aquella oscuridad pervertida por años de muerte y soledad, observaron un rayo brillante y puro que descendía directamente del cielo azul y cuya luz formaba un perfecto círculo en mitad de la sala. Hacía allí, precisamente, era hacia donde se dirigía Izanami.
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Solo una noche más
RomansaJapón, periodo Sengoku. Tras el levantamiento y la traición de los samuráis de la familia Konoe, nada tiene sentido para Tomohisa. Su vida, ligada íntimamente al damyo de la familia, Konoe Akira, no merece la pena si él ya no está. Aunque hay maner...