V
Tres días después del asesinato de Kenzo.
El aire frío de la primavera japonesa aulló por el camino que Tomohisa transitaba, como un viejo búho agotado que llamaba a la muerte desde el oscuro hueco del árbol en el que dormía. No era un sonido agradable, cierto, pero en aquel lugar, en aquellas montañas perdidas en una provincia sin nombre, era el más habitual. A fin de cuentas, pensaba el ronin mientras obligaba al caballo a seguir adelante, aquel era el único sitio en Japón donde el mundo de los vivos casi convivía con el de los muertos.
Supo que estaba cerca del lugar al que se dirigía cuando escuchó la voz de una mujer cantando. Su melodía era atípica y siniestra, llena de chasquidos y gruñidos, semejante a la voz de un lobo cuando devoraba una presa.
Su destino se hallaba en el interior de las montañas que se recortaban al final del sendero marcado por los árboles desnudos y grises, esos que una vez, muy al principio, habían estado llenos de fragantes flores. Allí, donde la hierba era más corta y parecía más irreal, se alzaba un tori cuyo negro era profundo y recordaba a la misma muerte. Era sencillo, de líneas rectas y firmes, y no había en él un kanji que hablara sobre su historia. Simplemente, estaba allí.
Pero Tomohisa conocía su verdadero significado, el origen de este, y también recordaba lo que venía a advertir: aquella era la entrada de Yomi, el mundo de los muertos. Un lugar del que raramente se salía. Y si se hacía... bueno, era mejor no pensar en qué clase de monstruo te habías convertido.
Aun así, sus pasos siempre le encaminaban hacia aquel lugar, de una manera irremediable. Pensara lo que pensara tras los asesinatos que cometía, sufriera lo que sufriera tras cada muerte, siempre terminaba contemplando aquel Tori con los ojos entrecerrados.
—Estoy seguro de que, si me vieras ahora, no estarías nada orgulloso de mí —musitó, en voz muy baja, mientras sentía que el frío se colaba bajo la armadura y le mordía la piel.
Tomohisa tenía la costumbre de hablar con Akira como si este aún existiera. Él era plenamente consciente de ello, y también del rechazo y la suspicacia que levantaba en los demás. Irónicamente, le llamaban loco.
Pero, ¿de verdad lo estaba? ¿Era una locura creer que Akira seguía vivo, incluso habitando en Yomi?
El dios Izanagi había escapado de allí.
Y Akira lo haría también.
Por eso, precisamente, había desarrollado aquella manía. Estuviera donde estuviera, siempre tenía una palabra para él. A veces eran quejas, otras, quedas disculpas por lo que estaba haciendo. También hablaba con él sin ningún motivo. Simplemente, paliaba su soledad inventando respuestas a sus preguntas, y susurros que invadían sus noches más oscuras.
Para él, Akira seguía allí, a su lado. De una manera que solo él entendía y respetaba.
Finalmente, una nueva ráfaga de aire frío impulsó a su caballo a seguir andando. Ambos atravesaron el tori con la cabeza gacha, acobardados ante el sombrío susurro que les daba la bienvenida a aquel lugar maldito.
Pronto el camino se bifurcó en dos: uno que se dirigía a las profundidades de una grieta en la falda de la montaña y otro que iba a morir a una choza árboles blancos y negros. La familiaridad de aquel recorrido hizo que sus pasos le llevaran a la derecha, hacia la hoguera llameante que indicaba que aquella casa no estaba deshabitada, aunque eso él ya lo sabía. Lo había averiguado la primera vez que alcanzó la entrada de Yomi.
—He vuelto —saludó, aún desde fuera de la casa, con la voz lo suficientemente alta como para que se escuchara por encima del golpeteo de los huesos que colgaban de cada arista del tejado.

ESTÁS LEYENDO
Solo una noche más
Storie d'amoreJapón, periodo Sengoku. Tras el levantamiento y la traición de los samuráis de la familia Konoe, nada tiene sentido para Tomohisa. Su vida, ligada íntimamente al damyo de la familia, Konoe Akira, no merece la pena si él ya no está. Aunque hay maner...