XVIII

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XVIII

Tomohisa abrió los ojos con lentitud. El cielo cambiante del mundo de los sueños se deshizo al segundo parpadeo, dejando, a cambio, una imagen mucho más conocida: el techo de la cabaña donde vivía Etsuko, que ahora parecía brillar gracias al fulgor de la hoguera que le mantenía caliente.

El ronin se levantó con un gemido ahogado y miró en derredor. Aparentemente se encontraba solo, pero todo lo que le rodeaba daba la sensación de que allí tendría que haber alguien más: el fuego encendido, el aroma a comida recién hecha que flotaba en el aire...

—¿Etsuko?

Su voz surgió con fuerza, con mucha más fuerza que en meses anteriores. De hecho, todo él parecía emanar esa energía que había perdido a lo largo de su sombrío caminar.

Sonrió y levantó el brazo izquierdo, pues era allí donde sentía la presión de una cinta ceremonial atada a su antebrazo. Acarició la tela con ternura y dejó que la sensación de plenitud que sentía ahora se extendiera por todo su ser, lentamente, como una segunda piel.

Fue entonces cuando la puerta de la cabaña se abrió con un chirrido agudo y desagradable, que hizo que el guerrero se girara en esa dirección con la esperanza de ver a la anciana que tanto les estaba ayudando. Mas... lo que vio le heló la sangre en las venas.

—¿Qué...? ¿Qué te ha pasado? Por los Dioses más puros, Etsuko...

La mujer que tenía en frente no podía ser la misma que había peinado sus cabellos mientras dormía. Ni la misma que tiempo atrás había cuidado de Akira y de él. Aquel ser deforme y raquítico, de piel lechosa y ojos velados no podía ser la honorable matriarca de la familia Konoe.

¿Cómo iba a ser ella?

La extraña criatura giró la cabeza en dirección al hombre, aunque sus ojos, enormes en comparación al resto de la cabeza, no parecían verle, pues eran tan inútiles como aquel brazo huesudo que colgaba inerte a un lado del cuerpo, o como aquella lengua que se le había secado en la boca y que ahora no podía mover.

Etsuko esbozó una sonrisa triste, que en su rostro atormentado fue más una mueca que otra cosa y se arrastró como buenamente pudo hacia Tomohisa que, paralizado por la impresión, no apartaba la mirada de su rostro deforme. Cuando llegó hasta él, la criatura en la que se había convertido la mujer se estremeció de cansancio y se acomodó en el suelo, justo al lado del joven guerrero. Después extendió los dedos más sanos que tenía y le ofreció un poco de agua.

—Hmnhe.

Aquella orden surgió de su garganta como un gruñido animal, ininteligible para oídos humanos, que fue acompañada con un gesto de manos lo suficientemente expresivo como para que Tomohisa comprendiera lo que quería decir.

Así que el joven bebió de aquel líquido transparente y fresco que bañó su garganta reseca, durante un largo minuto en el que la criatura se limitó a esperar, pacientemente. Solo se movió cuando las manos del ronin sujetaron las suyas —la de carne y la de hueso— para devolverle el frasco y fue solo para acomodar el recipiente en una estantería, junto con otros muchos de distintos tamaños.

—¿Qué te ha pasado?

La criatura se estremeció de arriba abajo al escuchar aquella inocente pregunta.

¿Cómo podía explicarle al hombre lo que suponía hacer lo que ella había hecho? ¿Cómo contarle que la magia ancestral siempre requería un sacrificio? ¿Cómo narrarle las vicisitudes que había vivido durante aquellas horas que él había permanecido dormido? ¿Existiría alguna manera de que entendiera que ella misma había escogido un camino por el que pocos transitaban?

Solo una noche másDonde viven las historias. Descúbrelo ahora