III

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III

La llegada de Hanako fue recibida con una algarabía generalizada por parte del clan Konoe. La joven llegó acompañada de una decena de acompañantes y familiares, que llevaban consigo regalos para el clan y para el propio Akira que, fiel a su palabra, recibió a la joven con los brazos abiertos.

Para Tomohisa, sin embargo, aquella llegada supuso que su humor, habitualmente agradable, se oscureciera profundamente. Desde la ventana de su habitación, situada en el primer piso de la casa familiar, el joven samurái observó el pálido y perfecto rostro de la mujer.

Ni siquiera podía negar que era la criatura más hermosa que había tenido la desgracia de ver: sus rasgos eran elegantes y delicados, su figura, perfecta. Incluso su voz, perfectamente modulada y llena de una cadente dulzura, le resultó maravillosa. Además, pensó, con amargura, había oído decir que su educación y sus maneras eran exquisitas, tal y como se esperaba de la futura matriarca del clan Konoe.

Le gustara o no, pensó Tomohisa, con amargura, la joven hacía una pareja espléndida con Akira. Hanako era todo lo que él no era y, por tanto, merecía estar con Akira, aunque ese pensamiento le resultara más doloroso que cualquier enfermedad o herida.

Ni siquiera el cosquilleo que sentía en la punta de los dedos, un mero eco de la caricia que había compartido con su damyo horas atrás, le resultaba mínimamente esperanzador: sabía perfectamente que Akira lo olvidaría tras su enlace.

¿Qué hombre no sucumbiría a las floridas tentaciones de una mujer como ella?

—Los caballos están preparados.

La voz de Kenzo, su maestro, le sacó de su deprimente ensoñación y lo trajo de vuelta al mundo real. Apartó la mirada de la ventana y emitió un prolongado suspiro. Después se giró hacia el hombre, hizo una pronunciada reverencia a modo de saludo y apoyó la mano izquierda en la empuñadura de su katana.

—¿Hay noticias nuevas? ¿Los Ochi han vuelto a las andadas? —preguntó mientras seguía al samurái por los pasillos, camino a los establos que el clan Konoe mantenía a espaldas de la casa.

—No estamos seguros. —Kenzo se encogió de hombros y bajó las escaleras a buen paso, hasta que estas desembocaron en una puerta corrediza que les dio paso al oscuro atardecer que ya se cernía sobre las montañas—. Pero se han avistado varios cadáveres de aldeanos en las cercanías y quería averiguar qué estaba pasando. No me gustaría tener que empañar la celebración de las nupcias de Akira con malas noticias. Es preferible prevenir que curar.

Tomohisa asintió y se apresuró a recorrer los escasos metros que separan la casa, alzada sobre la colina, del establo. Apenas llegaron, unos minutos después, se encontraron con que varios de los samuráis que servían leal y honorablemente a los Konoe ya habían montado y los esperaban mientras charlaban en voz baja. Al otro lado, junto al abrevadero principal, piafaban los dos únicos caballos que aún no tenían montura y que parecían incluso más nerviosos que el resto. Ambos ejemplares, hermanos de nacimiento, correspondían a Kenzo y a Tomohisa.

—¿Y bien? ¿Qué opinas de la hermosa Hanako? —preguntó el mayor de los dos, mientras montaba y guiaba a su montura hacia el resto del grupo—. Su hermano no le hace justicia alguna, ¿verdad?

Hubo un coro de risas masculinas que resonaron entre las murallas que cerraban el complejo por aquel lado. Del grupo, solo hubo dos que no cedieron a las risas divertidas del resto de sus compañeros: Hideki, el hermano más joven de la mujer, y el propio Tomohisa, que no encontraba motivo alguno para sonreír. Aún sentía en su pecho el doloroso vacío que le imponía su mera mención. Mas, como todos esperaban una respuesta, se obligó a ser sincero —al menos en gran parte— y contestar:

—Será una buena esposa. Y si es tan inteligente como su honorable hermano, no tengo ninguna duda de que nuestro clan será aún más admirado.

Su diplomacia provocó otro estallido de risas, que no tardaron en ser sofocadas por el ruidoso sonido de los cascos de los caballos contra la piedra del camino. Este, antiguo y hostigado por el continuo trajín de idas y venidas, les condujo inexorablemente a la profundidad de las colinas que rodeaban el territorio y que, debido a la hora, empezaban a teñirse de sombras anaranjadas y otras más oscuras.

Para cuando llegaron a los bosques donde se había dado el aviso, la noche ya había caído completamente y solo se oía el canto de los búhos autóctonos y el piafar cansado de los animales que montaban. Sin embargo, algo en aquel silencio nocturno puso los pelos de punta a los guerreros, que se detuvieron en cuanto Kenzo levantó la mano.

—Demasiado silencio —musitó entonces Tomohisa, con el ceño fruncido y el corazón acelerado. Aquel lugar había sido su lugar de entrenamiento durante muchos meses y sabía reconocer lo extraño de aquella situación—. Estad preparados —añadió, mientras espoleaba a su montura y obligaba al joven bayo a internarse en la espesura.

Bastaron unos minutos más de tensión para descubrir, apesadumbrado, que los rumores de los campesinos estaban bien fundados: a un lado del camino, desmadejados y empapados en sangre rubí, encontró varios cadáveres ya fríos, cuya expresión de desconcierto y miedo se le clavó en el corazón. Permaneció allí, inmóvil, durante unos minutos más, que usó solo para pedirle a Tsukuyomi que guiara, en aquella noche de luna llena, sus almas al más allá.

Pero cuando se disponía ya a desmontar para darles sepultura, escuchó el brioso grito de Kenzo atravesar el murmullo agitado de los árboles.

—¡Emboscada! ¡Que no caiga nadie! ¡Por la gloriosa familia Konoe!

La piel se le erizó con brusquedad. Su corazón se agitó con fuerza y bombeó un torrente de sangre a todo su cuerpo que, presto para la batalla, reaccionó solo: su mano izquierda tiró de las riendas de su caballo, mientras que la diestra desenvainaba su katana y sus talones espoleaban al animal.

No tardó en unirse a la refriega.

En mitad de las sombras de la noche el acero brilló, teñido de luna, sangre y gritos entremezclados con susurros de muerte. La vieja danza de la guerra se recrudeció cuando el primero de los Konoe cayó: un joven llamado Goro que, con un aullido de dolor, se llevó las manos al cuello antes de que el peso de la muerte lo doblegara.

—¡A cubierto! —La firme voz de Kenzo resonó por encima de todas las demás voces y puso en alerta a sus guerreros. A esta le siguió el inconfundible silbido de las flechas al atravesar el aire.

El grupo de samuráis se dispersó por entre los árboles. Acostumbrados como estaban al fragor de la batalla, ni siquiera aquella silenciosa amenaza los condicionó para que abandonaran su deber. Por el contrario, saber que quizá aquella fuese la última vez que lucharan, hacía que la sangre les hirviera con renovado brío.

Para su fortuna, el pequeño escuadrón liderado por Kenzo no tardó en dar con los arqueros: encaramados en las ramas de los árboles, hacían gala de una extraordinaria puntería. En sus blasones, brillantes bajo la luna llena, se adivinaba el inequívoco símbolo de los Ochi.

Tomohisa fue el primero en cambiar la katana por el arco. La puntería nunca había sido lo suyo, pero sí era propio de su ser la valentía y el arrojo. Sin embargo, ni toda su furia ni todo su fervor fue suficiente para que detuviera una nueva oleada de flechas, que silbaron a su alrededor con un desagradable siseo. Como pudo, esquivó las dos primeras que llegaron hasta él, pero no pudo hacer nada con la tercera.

El dolor estalló en su pecho. La impresión liberó de aire sus pulmones, mientras caía hacia atrás con un gemido ahogado.

Las sombras se cernieron sobre el samurái. El sonido de la batalla inundó sus oídos y los anegó de rabia.

Y después, incapaz de soportar el dolor que sentía en el pecho y en el vientre, se dejó llevar por la inconsciencia. 

Solo una noche másDonde viven las historias. Descúbrelo ahora