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El viento nocturno acarició el rostro de Tomohisa, devolviéndole a la realidad, esa que era cruda y que ahora estaba manchada de sangre, y que últimamente parecía pesarle un poco más.

Pero allí estaba, a fin de cuentas, a punto de asaltar la torre más protegida de la zona, con la ayuda del espíritu maldito de su hermana y con el fuego de la venganza ardiendo incansable en su corazón.

El ronin tomó aire y dejó que la brisa se enredara en su largo cabello, que pareció bailar durante unos segundos, antes de caer de nuevo sobre la armadura que protegía sus hombros. Sus dedos, entonces, se aferraron con más fuerza a la cuerda que le sostenía, cuyo anclaje estaba ya lejos, en la parte superior del risco.

—¿Crees que este será el fin del camino?

Su voz surgió apurada, casi temerosa. La distancia que había entre donde él se encontraba y la primera muralla era considerable, pero no imposible de salvar. De hecho, pensó, mientras bajaba un poco más, estaba seguro de que ya había saltado distancias similares. Aunque, claro... las circunstancias habían sido muy diferentes, y el paisaje, también.

Tomohisa apretó los dientes con fuerza cuando escuchó el primer grito de terror que se elevó desde el interior de la torre. Fue un alarido oscuro, humano, desbordado de miedo y desesperación, que no tardó en acallarse. Tras este, vino otro. Y luego otro más, aunque todas aquellas voces se apagaron de la misma manera que la primera.

Se preguntó si era Cho quien orquestaba aquella macabra sinfonía. Se preguntó si se detendría cuando él llegara hasta allí. Y se preguntó, también, si sería capaz de soportar lo que viera.

Finalmente, el ronin hizo de tripas corazón y empezó a balancearse en la cuerda para tomar impulso. Corrió de un lado a otro de la pared, esquivando las rocas más sobresalientes, y calculó el momento exacto en el que tendría que cambiar de dirección y saltar hacia atrás, hacia la muralla exterior que protegía la torre. Le costó más de lo que hubiera creído en un principio, pero una vez en el aire, su cuerpo tomó el control de sus actos y procuró que la caída fuera lo menos dolorosa posible.

Lo consiguió en parte, sí, pero no del todo. El golpe fue considerable y le arrebató el aire del pecho, que escapó por sus labios a modo de gemido. Cayó de cualquier manera sobre la piedra que conformaba la parte superior de la muralla y allí se quedó inmóvil durante unos minutos, incapaz de coger el suficiente aire.

Para su fortuna —o quizá el destino lo hubiera escrito así— todos los samuráis que protegían la primera línea de defensa estaban en el interior de la torre, a merced de las afiladas garras de su hermana.

Mas el tiempo seguía desgranándose en jirones y nubes que, cada vez de un color más claro, amenazaban con que el alba los sorprendiera allí. Así que Tomohisa se levantó, se dobló en dos al sentir un doloroso latigazo de dolor a la altura de las costillas y echó a andar hacia las escaleras.

No tardó mucho en encontrar el lugar en el que se estaba librando la batalla. Le guiaron los gritos de aquellos que, incautos, se atrevían a levantar sus armas contra una criatura del Yomi. Y en ese momento, mientras se acercaba a la torre que coronaba la ciudad, se preguntó qué ocurriría si él la liberaba sobre la tierra. ¿Se volvería contra él? ¿Contra aquel que la había matado? ¿Contra todo ser vivo?

La piel se le erizó al escuchar un grito antinatural que llevaba el eco de mil voces. Mil vidas torturadas por el dolor, el miedo y la locura. Mil gritos que sufría su hermana y que se alzaba sobre todos los demás.

Tomohisa apretó los labios con fuerza y se armó de valor, ya a las puertas del edificio.

—Hora de cobrarse una deuda —musitó y elevó una rápida oración a Tsukuyomi. Después desenfundó su katana, besó la parte plana con suavidad, en un rito que siempre llevaba consigo y tomó aire, antes de abandonar otro fragmento de su humanidad en detrimento de la ira que le inundaba en el fragor de la batalla.

Solo una noche másDonde viven las historias. Descúbrelo ahora