IX

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IX

Torre de las Siete Cabezas, seis años antes.

La risa de Konoe Yato resonó en cuanto salió del templo. Tras él, dos adolescentes, cohibidos y claramente avergonzados, lo seguían sin mirarse el uno al otro.

—¿Cómo se os ocurre montar semejante escándalo delante del sacerdote? —La voz de Yato surgió teñida aún de risa, pese a que el suceso que acababan de dejar atrás había dado mucho que hablar entre los asistentes: no todos días se veía tan acalorada discusión en mitad de una homilía. Pensar en el desconcierto del viejo sacerdote aún le provocaba cosquillas en la base del estómago.

—¡Ha sido culpa suya! —El joven Akira frunció el ceño y miró de soslayo a su compañero, que seguía tan serio como cuando habían salido—. Me distrajo de los rezos hablando de tonterías.

—Y tú me seguiste la conversación, no te hagas la víctima. Eres tan culpable como yo y lo sabes —murmuró Tomohisa, con la mirada clavada en la espalda de Yato, que seguía caminando en dirección desconocida.

—¡No creo que el templo fuera el lugar ideal para hablar de eso! ¿Era absolutamente imprescindible que me preguntaras en ese preciso momento? —protestó el joven, con las mejillas ardiendo de vergüenza—. ¡Si llegara a enterarse alguien... sería mi deshonra!

—¡Venga ya, Akira! —Tomohisa hizo un gesto de exasperación, le dio un golpe en el brazo para que le mirara y continuó hablando—. Tener sueños... íntimos es de lo más habitual en un hombre joven. ¿No es así, honorable Yato?

Otra carcajada surgió de la garganta del damyo, que resonó con aún más fuerza. Se giró hacia ellos cuando retomaron su acalorada discusión, y con una sonrisa tranquila, se interpuso entre ellos y los sujetó a ambos por los hombros, con un gesto de cariño absoluto.

—Siento tener que reconocerlo, Akira, pero Tomohisa tiene razón. La sangre de los que van a ser guerreros no se controla con facilidad. A veces... pasa. Nada que no se solucione con un baño mañanero.

—¡Lo que me faltaba por oír, padre! ¡Que le des la razón a él! Si la honorable madre supiera lo que ha pasado hoy, nos obligaría a ambos a estar horas bajo la catarata. ¡Y tú vas y te alías con él!

La indignación de Akira era evidente, aunque Yato sabía que era su vergüenza la que hablaba por él, pues sabía de buena tinta que su hijo, jamás, haría algo que pudiera hacer daño mínimamente a Tomohisa.

Su relación siempre había sido así, desde que eran niños y aparecieron juntos tras la desaparición de Akira en la ciudad. En ese momento, cuando llegaron a su lado y su hijo le contó su desventura, se dio cuenta de que ambos críos habían nacido para estar juntos.

Jamás había visto una amistad igual.

Por eso, pensó, mientras apretaba a los dos jóvenes contra sí, estaban allí, en el lugar donde todos los samuráis iban a recibir las bendiciones del sacerdote y donde, además, había nacido él. Sin duda era el emplazamiento ideal para llevar a cabo lo que tenía que hacer.

—Venid, quiero enseñaros algo.

Su voz, suave pero decidida, interrumpió de inmediato la conversación de los dos adolescentes, que se percataron de que había algo diferente en el tono con el que se había dirigido a ellos. Había un matiz en él de ansiedad contenida, de misterio y de cierta urgencia.

El trío abandonó la ciudad por la puerta principal, pero no siguió el camino que les presentaba. Por el contrario, Yato escogió una ruta que rodeaba la ciudad y que se perdía por el bosque de bambú en dirección a los riscos que protegían la Torre. De allí surgía un camino sinuoso y de curvas suaves, que usaban los pastores para subir el ganado a las lomas que había en el otro lado y que desembocaba en un pequeño templo.

Solo una noche másDonde viven las historias. Descúbrelo ahora