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Junio 2018, Sacramento, California.

Cuando sentí el líquido caliente deslizándose por mi piel, intenté desesperadamente separar la ropa empapada de mi cuerpo, aunque igualmente el daño ya estaba hecho. No podía creer lo inepta que era mi asistente.

—Un café. Te pedí un café. ¿Es tan difícil entregar un café?

La miré con intenciones de despedirla, pero me obligué a calmarme. En realidad era una buena asistente, algo torpe a veces, pero sería más trabajo despedirla y conseguir a alguien igual de bueno, que simplemente pedirle otro café e ir a mi oficina en busca del cambio de ropa que siempre guardaba.

Conté mentalmente hasta diez y realicé unas cuantas respiraciones antes de decir algo de lo que me fuera a arrepentir.

—Trae otro —ordené simplemente. El dolor de cabeza comenzaba a hacerse presente. Ella asintió con urgencia y salió disparada a la calle para, en actitud de resarcimiento, cumplir con mi pedido.

Caminé hacia mi oficina conteniendo un resoplido de mal humor, sabía que habíamos creado un pequeño espectáculo y que todos me miraban mientras recorría el pasillo y dejaba un rastro de gotas de café que caían desde mi blusa. No me importó. El silencio que reinaba, únicamente interrumpido por el sonido de mis tacones golpeando los pisos de cerámica, demostraba lo claro que todos tenían que el jefe era yo. Esta era mi empresa y había trabajado duro para conseguir todo, cada engrapadora que se encontraba en los escritorios, cada caja de pañuelos, cada computadora.

Normalmente era lo suficientemente estricta como para que mis empleados temieran verme a los ojos; al mismo tiempo, lograba crear un buen ambiente de trabajo en el que las ideas fluían y cada aportación se valoraba. Era maquiavélico, cartesiano, artístico y pedagógico al mismo tiempo. Lo mejor de todo, que aún podía mejorar. Y necesitaba hacerlo si quería que mi negocio creciera.

Cerré la puerta de mi oficina y corrí las persianas para tener absoluta privacidad. Saqué el cambio de ropa del armario y coloqué la blusa manchada en un gancho. Haría que mi asistente la llevara a la tintorería después o lo haría yo misma si tenía tiempo. Una vez que estuve decente, me senté en mi escritorio a esperar por mi café y a revisar la gran lista de tareas, llamadas y citas pendientes por realizar.

Sonaron tres golpes en la puerta, con el volumen adecuado en caso de que hubiera estado atendiendo una llamada importante, así no se colarían por el teléfono. Di el paso a quien quiera que estuviera detrás. Mi asistente entró con un nuevo café y un pastelillo, que, supongo, corría de su cuenta a manera de disculpa.

—Gracias, Gaby. Pero no era necesario el pastelillo.

—Por favor, tómelo.

Miré el postre con anhelo. No había desayunado esta mañana porque Marie había tardado demasiado en vestirse. No encontraba sus zapatos. Terminamos saliendo más tarde de lo normal y no tuve tiempo para hacer mi habitual visita a la cafetería antes de llegar a la oficina. Probablemente esa fuera la razón por la que estaba de mal humor tan temprano. No, espera. Siempre estaba de mal humor.

—Lo tomaré, pero te lo pagaré. —Saqué cinco dólares de mi bolso y se los entregué con un gesto brusco, sin siquiera mirarla a los ojos para no darle oportunidad de cuestionarme. Tardó un poco, pero Gaby finalmente los tomó y los guardó en el bolsillo de su saco.

—Le recuerdo que el lunes que entra es la cita con su nuevo cliente, Jam...

MI teléfono comenzó a sonar. Asentí en su dirección, pero al ver el número que aparecía en la pantalla, me apuré a despacharla y ella no dijo nada más antes de cerrar la puerta.

PISTAS DE QUIÉN SOY (Saga Pistas #1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora