IX

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Hace diez años viajé a una isla paradisíaca perdida en mitad del océano. Cuando acabé mis estudios en el seminario no tardé en embarcarme en la aventura con la que había soñado desde pequeño: predicar la Palabra de Dios por el mundo, ofreciendo la Salvación a aquellos más desfavorecidos, a aquellos que viven alejados de las civilizaciones.

Don Claudio, el obispo de mi diócesis, me envió a una pequeña isla del Pacífico donde, al parecer, había una aldea. Y mi misión era acercar la Iglesia hasta ellos, algo que acepté con mucho gusto.

El viaje fue largo, viajé de Madrid a Yakarta, haciendo escala en Dubái y en Pekín, donde tuve que pasar un par de días debido a un retraso causado por los monzones. Ya en la capital indonesia tuve que coger un autocar que me llevara a un pequeño pueblo pesquero al sur de la isla para buscar un barco que me llevase a mi destino. La gente del pueblo se horrorizaba al escuchar el nombre del lugar al que quería ir y todos se negaban a seguir hablando conmigo después de pronunciarlo. Pero finalmente encontré a un joven que accedió a acercarme a cambio de una cuantiosa cantidad de dinero. Sin embargo, tuve que comprar una pequeña barca ya que el hombre se negó a llevarme hasta la orilla.

Tardé exactamente cinco días y dieciséis horas en llegar a Pulau Setan, mi destino. Resultó ser agotador, pero mi diario y la Biblia ayudaron a amenizar el viaje.

La arena blanca brillaba bajo el cielo azul, y un delicioso aroma a frutas exóticas se mezclaba con el impoluto olor del mar. Enseguida caí sobre mis rodillas para agradecer a Dios por aquel paraíso terrenal al que había llegado.

No tardé en encontrar la aldea. En un claro entre altas palmeras y frondosos arbustos y matorrales se alzaban las pequeñas chozas de palos y hojas. Tan pronto como me vieron todos se volvieron hacia mí, dejando sus actividades para centrar su atención en aquel extraño que acababa de aparecer en su hogar.

Aunque no los conté, diría que no había más de medio centenar de personas allí. Todos ataviados con trozos de tela que apenas cubrían sus partes más íntimas, y la mayoría con dibujos arcaicos dibujados por todo el cuerpo. Aquellos indígenas eran, sin duda, analfabetos. De hecho habría quien no les consideraría siquiera persona y les trataría de bestias salvajes. Pero al igual que yo eran hijos de Dios, eran mis hermanos y hermanas, y necesitaban mi ayuda para alcanzar la Salvación.

Antes de que pudiera darme cuenta, una flecha atravesó mi pecho, clavándose en uno de mis pulmones. Al desplomarme sobre el suelo varios hombres se abalanzaron sobre mí y me llevaron al centro de la aldea, donde la multitud esperaba ansiosa. Comenzaron por las extremidades. Me arrancaron dedos, brazos y piernas con sangre fría mientras mi corazón seguía palpitando y mi pulmón izquierdo continuaba administrando oxígeno al resto de mi cuerpo. Después hicieron una incisión en la parte inferior de mi vientre por la que sacaron una a una todas mis vísceras, repartiéndolas entre los más pequeños. Y cuando mi cuerpo estuvo vacío, fueron a por mi cabeza. Mi cabeza, una tzantza que acabó colgando del cuello del jefe, reducida, desprovista de ojos y de lengua, y con los labios cosidos.

Pese al dolor infernal, no opuse resistencia. Ni siquiera fui capaz de pedir ayuda. De algún modo sabía que Dios me protegía, y que aquel evento tendría alguna finalidad. Al fin y al cabo, si Él no lo hubiera querido así, hubiera evitado mi tan aciago final. Me consolaba pensar que cuando aquello acabase yo estaría más cerca de nuestro Padre que nunca; y que mi cuerpo serviría de alimento para mis hermanos y hermanas de aquella isla llamada Pulau Setan, en nuestro idioma, Isla de Demonios, tal y como la sangre y el cuerpo de Cristo nos alimentan en el Santo Sacrificio.

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