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La noticia del fallecimiento de su madre le sentó a Matías como una patada en el estómago. Enseguida preparó una bolsa con ropa, algo de comida y sus pertenencias más íntimas y se dispuso a viajar a la granja de sus padres para presenciar el funeral.

El viaje era largo, Matías lo sabía. Tardaría varios días en cruzar Portuguesa y otros tantos en regresar. Pero no le preocupaba, estaba acostumbrado a travesías largas. Solo rezaba por que el clima estuviese de su parte.

Allá por donde pasaba siempre tenía la misma conversación:

– Voy camino al funeral de mi desdichada mamá, al otro lado de Portuguesa. Lléneme este saco con unas hogazas de pan y algo de carne, y póngame un vaso de aguardiente.

– Aquí tiene, señor. Tenga cuidado y no viaje solo por la noche, en los Llanos habita un monstruo terrible.

– Paparruchas, no existen los monstruos.

– Como usted diga, señor, pero recuerde que el que avisa no es traidor.

Tres días habían pasado cuando la noche pilló por sorpresa a Matías en el llano. Matías, que se mantenía escéptico respecto a las advertencias que había recibido, buscó un árbol lo suficientemente grueso en el que descansar. Había caminado mucho, estaba cansado, los párpados le pesaban. Pero un sentimiento más fuerte que el sueño apareció cuando vio una luz titilante en el horizonte: la curiosidad.

Se incorporó perezoso y al acercarse descubrió que la luz provenía de una pequeña hoguera. Y la hoguera significaba que habría gente. No creía en la existencia del monstruo, pero había oído que en aquel lugar vivían lobos. Matías sabía que era mejor no estar solo si atacaba una manada de lobos.

Junto a la hoguera había un hombre sentado. Un hombre de tez curtida, piel color café, una poblada barba y mirada penetrante. Estaba construyendo una flecha, atando la punta a una vara, con su arco apoyado sobre sus piernas. Era claramente un llanero.

– ¿Qué le trae por estos lares? –dijo con voz ronca.

– Voy camino al funeral de mi desdichada mamá, al otro lado de Portuguesa. –respondió Matías– ¿Le importaría si paso la noche junto a la hoguera con usted? He oído que hay lobos por esta zona.

– Efectivamente hay lobos. Pero no es a los lobos a lo que debería tenerle miedo, otra criatura mucho más temible habita este lugar.

– Ya me han advertido del monstruo, ¡pero los monstruos no son reales! Me estoy cansando de tanta mamadera de gallo.

– Le aseguro que este monstruo sí es real, tan real como la vida misma. –como respuesta a la expresión sarcástica que había tomado la cara de Matías, el llanero se aclaró la garganta– Puesto que sigue sin creerlo, le contaré su historia.

«Hace mucho tiempo, en estas mismas llanuras, vivía una familia. Subsistían gracias a un pequeño corral y un huerto, cuando la cosecha era buena o sobraban huevos iban al mercado para venderlos a cambio de una pequeña cantidad de dinero.

Una noche, el hijo, con un marcado carácter y un egoísmo sin igual, pidió a su papá que saliera a cazar, cansado de comer siempre pollo, huevos y verdura. Su papá no fue capaz de negarse y salió de madrugada a la orilla del río en busca de algún venado extraviado. Pero sus flechas no alcanzaron a ningún animal.

Al ver el hijo que su papá volvía a casa con las manos vacías, una mezcla de furia, rabia y frustración llenó su cuerpo y se abalanzó sobre él. Lo abrió en canal y sin piedad sacó sus entrañas y las colocó en una cesta. Después enterró el cuerpo metido en un saco de lino junto al huerto y le entregó la cesta a su mamá para que cocinara las asaduras.

Poco después, el abuelo del muchacho descubrió el cadáver mientras trabajaba el huerto. Al comprobar que efectivamente el cuerpo del difunto no tenía órganos, pudo deducir quién había sido el autor del crimen y con un gran pesar en su corazón ató al chico a un poste en medio del campo y azotó su espalda con un látigo hasta que cayó la noche. Antes de irse a dormir, y también a la mañana siguiente, lo bañaron en aguardiente.

Dolorido y maltrecho, llevaron al muchacho a una villa cercana, cuyo perro tenía fama de ser una bestia rabiosa e indomable.

Finalmente, con el cuerpo lleno de mordiscos y magulladuras y heridas supurantes, el abuelo ordenó coserle el saco que contenía el cadáver de su papá en la espalda y mientras huía moribundo, arrastrándose por el suelo, el chico fue maldito a vagar por estas tierras hasta el fin de los tiempos portando los huesos de su difunto papá.»

Matías mantenía su escepticismo ante aquella leyenda, pero no pudo evitar que sus pelos se erizasen. La oscuridad, el crepitar de las llamas, los aullidos lejanos, el silbido del viento y la voz de aquel hombre habían creado un ambiente realmente lúgubre.

– Reconozco, llanero, que la historia suena muy real. Pero es imposible que alguien que haya pasado por semejantes torturas pueda sobrevivir mucho. Ustedes los llaneros tienen un espíritu demasiado supersticioso.

– La historia es real, y el monstruo también. Puedo mostrarte una prueba de ello.

– ¡Qué ladilla! Adelante, le escucho.

– Bien, ¿oye eso? Ese silbido.

– Sí, el viento. ¿Qué ocurre con él?

– ¿De verdad crees que es el viento, compa?

Matías entonces se dio cuenta de un detalle que se le había pasado por alto. No había viento, no corría la brisa. Y aún así podía escuchar ese tétrico silbido.

– ¡Ah, caray! Si no es el viento, ¿qué es?

– El chico, como ya dije, fue condenado a pasar la eternidad en el llano. Con el tiempo fue perdiendo su humanidad. Y con ella, perdió el dominio del lenguaje. Pero igual que un perro ladra, o un gato maúlla, esta ánima en pena también se comunica a través del único sonido que es capaz de hacer: silbidos. Usted lo está oyendo, lo sabe; oye el silbido, él está aquí. Fue advertido en numerosas ocasiones pero su prepotencia le hizo ignorar los avisos. Ya es demasiado tarde para usted, compa.

– ¿Y usted cómo sabe eso?

– Porque yo soy, o mejor dicho, fui su papá.

El hombre se levantó la camisa. Tenía un gran agujero desde el pecho hasta la parte inferior de su abdomen, y la luz de la hoguera permitió a Matías ver el interior vacío de su torso. Paralizado por el miedo, no se percató de la sombra que pasó a una velocidad espeluznante a pocos metros de él, y cuando quiso darse cuenta había salido volando de un fuerte golpe en el estómago.

Entonces lo vio acercarse. Una figura lánguida y esquelética de casi tres metros de altura. Bajo un maltrecho y sucio sombrero de paja, detrás de unas oscuras greñas, se escondía un rostro deforme y alargado que en tiempos pasados fue joven y bello. Con cada paso que daba repiqueteaban los huesos que llenaban el saco que llevaba en la espalda.

Matías pidió clemencia aterrado, y rezó todas las oraciones que sabía en busca de misericordia y redención, pero no fueron suficientes. El monstruo le arrancó la ropa y a través del ombligo Matías notó cómo le succionaba el alma, la energía. La vida misma.

Después, como si de mantequilla se tratase, una garra afilada atravesó su tráquea y bajó lentamente hasta el abdomen. Devoró uno a uno todos los órganos de Matías hasta dejar una cáscara vacía de huesos y piel que colocó con delicadeza en el saco de huesos que le colgaba de la espalda.

Matías sufrió el mismo destino que el de otros muchos infelices que, al igual que él, ignoraron las advertencias y se toparon con el terror de los Llanos, el espanto de Portuguesa, el Silbón.

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