XVI

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Era verano. Estábamos haciendo senderismo por la sierra. Todo iba genial, habíamos estado preparando aquella excursión durante mucho tiempo porque era un lugar que tanto mi amigo como yo teníamos ganas de visitar. Es una zona muy bonita, no solo por los paisajes sino también por la diversa fauna que tiene.

Nos pasamos la mañana sacando fotos a todo lo que se movía: halcones, ciervos, jabalíes, salamandras... Había de todo. Un auténtico paraíso para cualquier biólogo.

Pero como dije antes, era verano, y hacía mucho calor. Después de comer encontramos una cueva, en la que decidimos resguardarnos de los abrasadores rayos del Sol. Con las linternas de la mano aprovechamos la oportunidad para explorar la caverna. Quién sabe, pensábamos, quizás esa cueva escondía restos de un antiguo asentamiento de los primeros homo sapiens, o pinturas rupestres.

Y efectivamente aquel lugar escondía un secreto.

Caminábamos despacio, con cautela, con una mano siempre pegada a las paredes de la cueva. No tardamos en ser engullidos por una oscuridad total, perdiendo de vista la luz que nos indicaba la salida. Aún así, aquello era asombroso. Las majestuosas columnas de minerales brillaban bajo la luz de nuestras linternas y las estalagmitas nos rodeaban, dándonos la bienvenida mientras las estalactitas vigilaban imponentes desde las alturas. El blando ruido de nuestras pisadas en el barro parecía sincronizarse con el goteo intermitente del agua procedente de lluvias o deshielos que se habían producido en los picos de las montañas.

Me sentía muy pequeño e indefenso, pero a la vez fascinado por la hermosura que tenía ante mí. Y eso me erizaba la piel.

Estábamos tan asombrados que no nos dimos cuenta, el suelo cedió y caímos al vacío. Caí en un lago subterráneo y no sufrí apenas daños. Sin embargo mi amigo corrió peor suerte. Cuando llegué a la orilla lo encontré sobre una estalagmita rota por el impacto. Se había abierto la cabeza y tenía varios huesos fracturados. Estaba inconsciente, y al tomarle el pulso noté cómo la vida abandonaba poco a poco su cuerpo. Pero aquello solo fue el comienzo de la pesadilla.

A diario tenía que luchar contra gusanos, arañas y cucarachas atraídos por el olor de la sangre para evitar que estropeasen la que se había convertido en mi única fuente de alimento. Especialmente desagradable fue encontrar un nido de arañas en el interior de su boca, pero ni siquiera eso me impidió cortarle la lengua con mi navaja para aguantar con vida un poco más.

No sé cuánto tiempo ha pasado desde entonces. Nunca he perdido la esperanza de ser rescatado, aunque nadie sepa que estoy aquí en cualquier momento podría aparecer un explorador que movido por la curiosidad acabe en esta misma cueva y me ayude a volver a la superficie.

Aunque eso es algo poco probable, y tendría más posibilidades si hubiera podido mandar algún tipo de señal de auxilio desde mi teléfono. Pero aquí abajo no hay cobertura.

Ya me doy por vencido, me he cansado de seguir luchando. La desesperación por la falta de alimento me ha llevado a perder las piernas y un brazo. Así que aquí estoy, tirado en el suelo sobre una cama de huesos rotos vacíos de tuétano. Noto cómo las cucarachas se abren paso por mis entrañas buscando lo mismo que he estado buscando yo desde que caí a ese lago: comida.

Quizás nunca venga nadie, quizás nunca descubran mi cuerpo, quizás mis amigos y mi familia nunca sepan lo que me pasó. Resulta irónico pensar cómo el palacio de cristal que me maravilló se acabó convirtiendo en una cárcel y, dentro de poco, se convertirá también en mi tumba. 

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