VIII

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Eran las nueve menos diez, diez minutos para que comenzaran las clases. Entró en el edificio con la misma expresión cansada de siempre y la misma mirada vacía. La bufanda tapaba sus labios ensangrentados de mordisquearlos por el camino, algo que hacía siempre que estaba nervioso.

Como todas las mañanas saludó al conserje con un gesto desganado, quien le devolvió el saludo con el mismo énfasis mientras sumergía una galleta en su café. Siguió su camino, trataba de memorizar las caras de las personas con las que se cruzaba por el corredor. A la mayoría ya los había visto en otras ocasiones, aunque desconocía sus nombres.

Se detuvo. A la izquierda tenía el largo pasillo por el que se accedía a las diferentes aulas. Normalmente hubiera ido hacia allí, pero aquel día había decidido no hacerlo. En su lugar giró a la derecha, donde estaba la cafetería, llena como todos los viernes de alumnos con resaca que habían estado de fiesta la noche anterior. Muchos no habían pasado por casa.

Con la mano metida en el bolsillo, agarrándolo con fuerza, entró abriendo la puerta de una patada. Por suerte o por desgracia, nadie pareció darse cuenta de su presencia. Se acercó a la barra y echó un vistazo al establecimiento. Todos le caían mal. Por el simple hecho de estar allí y de ser personas él sentía un fuerte rechazo hacia ellos. Y reconocerlo le hizo esbozar una sonrisa tímida.

Cuando se acercó el camarero con la libreta para apuntar su pedido, sacó su mano del bolsillo mostrando su arma: una Beretta con silenciador que perteneció a su abuelo. Apretó el gatillo con sangre fría y la bala taladró la cabeza del camarero, salpicando de sangre a los clientes que había cerca. La mujer que estaba a su lado comenzó a gritar, pero el silencio volvió cuando una bala le atravesó el pecho. Los clientes, confundidos y asustados, trataron de salir de la cafetería. Pero él les esperaba en la puerta con el cargador lleno.

Era consciente de que el conserje lo habría visto todo por las cámaras de seguridad y estaría llamando a la policía. Pero tenía tiempo para terminar con su plan, era la ventaja de encontrarse a las afueras de la ciudad. Corrió por los pasillos de la planta baja del edificio buscando los principales puntos de apoyo de los cimientos, los cuales había aprendido a reconocer hacía años gracias a los conocimientos arquitectónicos de su difunto padre. Colocaba con delicadeza los cartuchos de dinamita que cuidadosamente había preparado la noche anterior junto a las columnas, volando los sesos de todo aquel con el que se cruzaba. No pudo resistirse a prender fuego a los dispensadores de alcohol que había por los pasillos, siempre le había gustado ver bailar a las llamas.

Cuando terminó el suelo se había cubierto de cables conectados entre sí y que iban a parar a su mochila. Miró su reloj. Las clases estaban a punto de comenzar. Pudo oír las sirenas de la policía acercándose. Su expresión seguía siendo la misma, pero sus ojos habían cambiado. Sus ojos brillaban.

Estaba harto, harto de los profesores incompetentes, harto de los compañeros imbéciles, harto de los comportamientos abusivos, harto de la toxicidad de la gente, harto de la humanidad en general.

Estaba harto de todo, y por fin se iba a acabar.

Sacó el detonador de su mochila y se sentó en el suelo, de cara a la entrada principal. Esperó. Esperó mientras las fuerzas especiales rodeaban el edificio. Esperó con las manos detrás de la cabeza mientras entraban cinco policías apuntándoles con sus armas. Esperó con el pequeño dispositivo escondido entre sus manos. Esperó mientras los policías le rodeaban. Esperó.

Y apretó el botón.

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