IV

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Aquella era una tranquila noche de verano. La brisa bajaba las altas temperaturas que había producido la ola de calor que sufría todo el país.

– ¿Dónde estás?

Era la quinta vez que lo preguntaba, con su áspera voz, mientras caminaba lentamente por los pasillos de aquel chalet perdido en medio del bosque.

Los cables estaban mordisqueados, las luces, apagadas, y todo estaba en silencio.

– Se te da bien este juego, pequeña, pero te voy a encontrar. –dijo casi gritando, para que sus palabras se escucharan en toda la casa.

De pronto oyó un ruido en el piso de arriba, una pelota se había caído al suelo y rebotaba en la madera.

– Te voy a encontrar. –decía en un tono burlesco a la vez que desafiante– Encontré a mamá, encontré a papá, encontré al perro... Y te encontraré a ti, pequeña.

Llegó a las escaleras y las subió despacio, con cuidado, apoyándose con las manos cubiertas de sangre en la barandilla. Una vez en el piso superior, anduvo siguiendo un hilo de sangre que llegaba hasta la única puerta que estaba cerrada, esquivando los cuadros, muebles y demás objetos tirados por el suelo. Llamó tres veces a la puerta, sin respuesta.

– Sé que estás ahí, pequeña.

Volvió a llamar, esta vez con más fuerza.

– Voy a abrir la puerta. –dijo, relamiéndose los labios ensangrentados.

Agarró el pomo con firmeza y abrió la puerta lentamente. Entonces pudo observar debajo de la cama dos pequeños pies que se asomaban temblorosos. Cerró la puerta de la misma forma en que la había abierto.

– ¿Estás en el armario? –preguntó mientras lo abría de par en par– ¡No!

Tiró el mueble provocando un gran estruendo. Después se acercó al escritorio cubierto de pinturas y témperas. Allí vio un dibujo de la familia. La madre, el padre, la hija, y Toby, el perro. Monigotes de colores vivos rodeados de corazoncitos.

– Qué tierno –exclamó a la vez que agarraba la mesa con sus largos y escamosos dedos grises.

Lanzó la mesa contra la puerta de la habitación, y lo mismo ocurrió con la silla. Entonces se colocó junto a la cama y se agachó. La pequeña niña, temblorosa, con los brazos y las piernas llenos de moratones y arañazos, y la cara cubierta de lágrimas, que había enmudecido a causa del miedo, vio entonces, en la oscuridad, una sonrisa macabra llena de dientes afilados y manchados con sangre.

– Juegas muy bien, pequeña, pero he ganado yo. Y justo a tiempo, porque tengo un hambre voraz.

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