XXII

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Se despertó aquel miércoles por la mañana y, como todos los días, se preparó para comenzar su jornada.

Se sentó en la cama y mientras miraba por la ventana estiró los brazos en un exagerado bostezo. Se levantó y se encerró en el baño. Un par de minutos después salió.

Ya en la cocina rellenó el viejo cuenco de acero, solamente bastó un silbido para que el gran pastor alemán acudiese corriendo a saciar su apetito. Luego preparó su desayuno: doradas tostadas, cereales, leche y una naranja fresca. Aquel miércoles, como todos los días, mascota y dueño desayunaron tranquilamente acompañados por la dulce voz que narraba las últimas noticias desde la vieja radio.

Tras el desayuno, se paseó por la casa botella en mano para regar todas las platas que decoraban sus pasillos y ventanas. De nuevo en la cocina guardó la botella y miró el reloj para asegurarse de que, efectivamente, no era necesario apresurarse.

Con calma entró en el baño y se desvistió. Ropa en una percha, toalla en otra, entró cuidadosamente en el plato de ducha y de la misma manera cerró la mampara. Retrocedió unos pasos para abrir el grifo y aguardó en una esquina hasta que la temperatura del agua le resultó lo suficientemente agradable, momento en el cual se metió bajo la lluvia.

Disfrutó de cada minuto que pasó bajo el agua. Era su momento favorito del día, sentirse abrazado por los chorros que caían sobre su cabeza ayudaban a que las ideas florecieran mucho más rápido y con más intensidad. En la ducha se le ocurrieron algunas de las historias que le dieron cierto renombre en la industria del cine.

Mientras se enjuagaba el cuerpo, comenzó a notar un olor nauseabundo que le hizo abrir los ojos alarmado, dándose cuenta así de que su cuerpo había adquirido un tono rojizo. Asustado, se apartó de la cascada ahora oscurecida. Estiró el brazo para mojarse la mano, y luego se llevó un dedo a la boca. «Sangre.», pensó.

Salió de la ducha y se secó con la blanca toalla que ahora estaba teñida en carmesí. Se vistió, aún con la piel pegajosa y colorada, y se apresuró a bajar al sótano, donde, entre calderas y electrodomésticos, se encontraba el depósito de agua.

Abrió la puerta con rabia y miró a la pared que tenía a su izquierda. Al no ver nada bajó la mirada a la piscina de la que salía el agua que usaba en casa y resopló cuando vio que sucorazonada era cierta. Un cuerpo, cubierto de cinta aislante, flotaba sobre aquella gran masa de agua.

«Mierda. Incluso después de muerto me vas a dar problemas, ¿eh cabrón?», pensó, «Hubiera sido mejor enterrarte en el patio. Ahora tendré que vaciar el depósito y desinfectarlo antes de que esto se llene de bichos.»

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