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Miré por el espejo del retrovisor. No se había movido, llevaba más de diez minutos pegado a la ventanilla admirando con asombro y una gran felicidad la ciudad. La decoración navideña se reflejaba en sus ojos como queriendo grabarse en su retina para que pudiera disfrutar de aquellas luces siempre que quisiera.

Aquel hombre llevaba más de dos décadas en prisión, pero era Nochebuena y nadie debería estar solo en Navidad. Aún recuerdo las lágrimas brotando de sus ojos al saber que había pagado su fianza, lágrimas de esperanza ante la oportunidad de redimirse y comenzar una nueva vida. No pude evitar sonreír cuando me abrazó antes de meterse en mi coche.

Cuando llegamos le mostré mi casa, y no se molestó en esconder su felicidad cuando se lanzó a la cama de la que sería su nueva habitación.

– Mañana iremos a comprarte ropa. –dije mientras guardaba un par de mantas en el armario– No te preocupes, corre a mi cargo. La cena estará lista en veinte minutos.

– Eres una persona maravillosa, que Dios te lo pague. –exclamó enrollándose en las sábanas de algodón que desprendían un suave aroma primaveral.

Veinte minutos después lo llamé. Sus ojos centellearon al ver la mesa llena de tanta comida de aspecto delicioso. Rápidamente se sentó, sin dejar de mirarlo todo, ansioso por comenzar. Aquel sin duda era un festín para su olfato y su vista. Y pronto lo sería también para su paladar, pues aquellos platos los había hecho el mejor chef de la ciudad, amigo mío y dueño de un restaurante de lujo.

– Se te ve maravillado.

– Desde luego que lo estoy, en la cárcel la comida era una mierda. –se secó una lágrima rebelde que amenazaba con saltar de su ojo– Es la primera vez en mucho tiempo que como algo así.

– ¿Puedo preguntar cuánto?

– Diría que veintitrés años. Pero no estoy del todo seguro, perdí la cuenta hace mucho tiempo. –me miró y con un ligero movimiento de cabeza le di permiso para empezar a comer– ¡Virgen Santísima! Esto está de muerte.

– Estoy seguro de ello. Que aproveche.

– Muchas gracias. –dijo con la boca llena– En el pasado hice cosas horribles, me condenaron a cuarenta años de prisión. Ahora veo que mis plegarias han sido escuchadas, ¡esto sin duda es un regalo de Dios!

Cuarenta años. Pocos me parecían. Ese mismo día, veintitrés años atrás aquel hombre entró ebrio en una pequeña casa a las afueras de la ciudad. En aquella casa vivía un matrimonio con su hijo de ocho años. El niño consiguió esconderse, pero pudo ver paralizado por el pánico cómo aquel hombre destrozaba varias botellas de cristal en la cabeza de su padre y violaba a su madre hasta la muerte. Una auténtica pesadilla antes de Navidad.

Desde entonces no ha habido ni un solo año en el que el recuerdo de aquella horrible escena no apareciese en mi cabeza al acercarse la Navidad. Por eso me provocó tanta satisfacción ver cómo su cuerpo sufría espasmos, tirado en el suelo, mientras la espuma borboteaba en su boca. Aquel veneno derretía sus entrañas cual ácido, y lo mejor de todo: él estaba totalmente consciente.

Después de cinco minutos de terrible agonía su cuerpo se detuvo, dejó de mover los brazos tratando de agarrarse a algo desesperadamente, dejó de escupir palabras incomprensibles en busca de alguien que pudiera ayudarle. Después de cinco minutos de terrible agonía, finalmente murió.

Yo no era el Dios al que tanto había rezado, yo no le ofrecía la salvación en el paraíso.

Yo quería venganza por lo que ese hombre les hizo a mis padres.

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