XIII

5 2 0
                                    

«¿Alguna vez te has preguntado por qué estamos aquí? ¿Cuál es nuestro propósito en este mundo?

Yo sí, todas las noches de mi vida. Miraba al techo de mi habitación y pasaba horas buscando una respuesta. Hasta que finalmente conseguía dormirme. Nunca conseguí sacar nada en claro, pero al final llegué a una conclusión.

Puede que no encontrase la respuesta que tanto ansiaba, pero decidí que, si fuimos dotados de una inteligencia claramente superior a la del resto de criaturas con las que convivimos, debía ser porque nuestro propósito último era infinitamente mayor y más importante que el de unos animales que solo piensan en procrear.

Y aunque la duda sobre cuál es mi misión en esta gran obra divina a la que llamamos vida, no podía quedarme de brazos cruzados. Tenía que hacer algo. Tenía que jugar.

Exacto, jugar. Probarme a mí mismo, buscar mis propios límites, experimentar. Así fue cómo comencé a trabajar de nuevo en mi viejo laboratorio. Pero esta vez no me limité a buscar nuevas formas de matar bacterias y virus, había pasado demasiados años haciendo eso. Necesitaba un reto nuevo, necesitaba... no sé, ampliar mi visión.

Fui poco a poco. Lo primero que conseguí fue crear una camada de ratas luminiscentes. Por desgracia sus pequeños cuerpos no sobrevivieron más de unas pocas horas. Sin embargo aquello me motivó a seguir trabajando. Ratas luminiscentes, gatos sin pelo que cambiaban el color de su piel como camaleones, peces capaces de respirar fuera del agua...

Fue un proceso largo pero cuanto más creaba más motivado me sentía, se había vuelto una adicción.

Y así, tras varios meses, por fin lo conseguí. En un acto atrevido por desafiar a los mismísimos dioses creé vida.

Cualquiera hubiera dicho que era imposible que aquella masa viscosa y pegajosa de color verdoso y olor nauseabundo tuviera vida, pero era cierto. Palpitaba, tenía un corazón, y por tanto también un sistema nervioso capaz de contraer aquellos pequeños músculos y transportar su sangre o savia o lo que sea que fuere. Fue el momento más especial de mi vida, jamás antes había sentido tanta alegría ni tanta emoción.

Después de analizar aquel ser como mejor pude sin tener contacto directo con él, introduje una pequeña rata en la vitrina para observar cuál sería su comportamiento ante otro ser vivo. Altamente intrigado, fascinado y horrorizado, observé cómo aquella masa viscosa empezó a mutar. En apenas dos minutos había adoptado la forma de la rata. El pequeño animal se acercó con timidez y curiosidad a partes iguales hacia mi creación, y cuál fue mi sorpresa al ver el fugaz ataque de mi criatura. No pude verlo con claridad, pero una especie de aguijón salió de la cabeza del mutante y atravesó el cráneo del roedor para después volver a esconderse al mismo lugar de donde había salido. Un instante después, ese monstruo camaleónico rodeó con su cuerpo el cadáver de la rata y lo hizo desaparecer en sus entrañas.

No sé qué hubieras hecho en mi lugar, pero en mi caso la emoción superaba con creces al miedo así que continué introduciendo animales en la vitrina. El modus operandi era siempre el mismo: engañar a la víctima hasta que ésta esté lo suficientemente cerca para lanzar su mortal ataque, y después devorarla. Conforme iba matando y engullendo su tamaño aumentaba, pero la felicidad me cegaba y no fue hasta que destrozó la vitrina cuando me di cuenta de ello.

Y allí estaba yo, viendo cómo aquella criatura se transformaba, adoptando una nueva forma. Había encontrado una nueva víctima, algo que no había probado antes, y estaba deseando clavar su aguijón en su nueva presa: un humano. En poco tiempo me encontré en medio del laboratorio mirándome a los ojos, mis ojos vidriosos y cansados. Pero había una diferencia que me estremeció: sus ojos estaban vacíos. No tenían ese brillo tan característico que nos permite diferenciar a un ser vivo de un muñeco o un maniquí. Aquel ser no tenía alma.

Estoy escribiendo esto desde el almacén frigorífico del laboratorio. Cruzo los dedos para que a ese monstruo no le guste el frío. Me está buscando, puedo sentirlo, oigo cosas romperse, no parará hasta encontrarme. Pero con suerte se irá, y entonces dejará de ser problema mío. Saciará su hambre con el resto, con animales y personas, pero al menos se olvidará de mí.

¿Qué propósito tiene? Ninguno. ¿Para qué fue creado? Para demostrar mi intelecto. ¿Cuáles son las consecuencias de crear una criatura sin un fin último? Que se convierte en un a máquina de matar.

Esta reflexión me conmueve y a la vez me preocupa. La humanidad es indudablemente una máquina de matar, una muy compleja capaz de imaginar las formas más atroces de acabar con la vida. Quizá porque es más fácil destruirla que crearla. Pero eso sigue sin responder a mi pregunta. No, no es mi pregunta.

Es la pregunta. La pregunta que pasa de cabeza en cabeza, de generación en generación. Una pregunta que puede que no se responda hasta el día del juicio final.

Y es que quizás nuestro propósito no sea otro que el de sufrir. Nuestros ancestros fueron desterrados del paraíso, y puesto que este no es el paraíso... debe ser el infierno...

No, no es eso. Estoy empezando a desvariar. Hace mucho frío aquí dentro, pero fuera continúan los ruidos. Esa bestia es incansable. Y es mi culpa. Yo le doté de pulmones y la capacidad de realizar la fotosíntesis. No debí haber jugado a ser Dios, no debí haber tratado de crear una criatura perfecta. He creado un monstruo que no se detendrá hasta acabar con toda la vida del planeta. ¿Y después qué hará? ¿Acabará con su propia vida? Dudo que siga vivo para cuando eso ocurra. Hace mucho frío aquí dentro. Tengo que aguantar, un poco más, enseguida se irá estoy seguro. Estoy muy cansado, tengo los dedos entumecidos. Debo ser fuerte, debo resis »

Proyecto GHOSTDonde viven las historias. Descúbrelo ahora