XXI

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A veces no somos conscientes de lo peligrosas que pueden ser nuestras palabras.

Porque las palabras duelen, tanto como una puñalada, o más. Todo depende de quién las diga, de cómo las diga, en qué contexto las diga... Y de a quién van dirigidas.

No es lo mismo que un desconocido llame «gorda» a una chica para burlarse de su aspecto, que si lo hace su amiga porque se preocupe por su salud. Igual que si el desconocido lo hiciese por su salud y la amiga, para burlarse. Y sin embargo «gordo, da» no es más que una palabra, ¿verdad? Un adjetivo. Nada más... Y nada menos.

Y es que a las palabras las carga el diablo. Una desafortunada selección a la hora de formular una oración puede convertir algo inocente en un ataque mortal.

Créeme, lo digo por experiencia.



Hace unos años mi hermana comenzó a subir vídeos en Internet. Tutoriales, recetas, gameplays... De todo un poco.

En pocos meses su contenido alcanzó la fama. Allá por donde pasaras podías ver su cara en pantallas de distintos tamaños. Pero no es oro todo lo que reluce: igual que había gente que la adoraba, también aparecieron personas que la odiaban. Sin conocerla. Solo por ser una chica que tenía el valor de mostrarse a sí misma, tal y como era.

Poco a poco florecieron comentarios despectivos e insultantes en sus vídeos. Ella los bloqueaba, los eliminaba y continuaba creando contenido. Pero mala hierba nunca muere.

Los comentarios negativos se multiplicaban por decenas, por centenas, por miles. Tanto fue así que llegó un momento en el que comenzaba a resultar difícil encontrar palabras bonitas en sus vídeos.

Mi hermana comenzó a sufrir depresión. Dejó de comer. Todas las noches se quedaba llorando en la cama hasta que se quedaba dormida.

Y solo eran palabras.



Un cierto día, alguien la reconoció por la calle, y la siguió hasta su casa. No hizo nada. Solo se quedó un par de minutos frente a la puerta y después se fue.

Desde entonces empezaron a llegarle cartas. Cartas llenas de bilis que escupía gente sin corazón que pensaba que era divertido acosar a una veinteañera, y algunas con amenazas de muerte.

Pero las cartas no eran suficiente, los vídeos de mi hermana seguían circulando por Internet, la gente los seguía viendo, seguían siendo populares.

Por eso, después de las cartas llegaron las ventanas rotas, las cajas con cadáveres de animales en su interior en la puerta de su casa –mi hermana adoraba a los animales, más incluso que a las personas– y, una vez más, las palabras. Palabras pintadas en las paredes de su casa. Palabras que transmiten un significado demasiado violento como para repetirlas aquí, pero que seguramente podrás imaginar.

Y solo eran palabras.



Llegados a este punto, mi hermana no se atrevía a salir de casa. Sus amistades y yo nos encargábamos de ayudarla con los recados. Hacer la compra principalmente.

Vivió encerrada durante mucho tiempo. Y sola.

Todas esas palabras que llevaba meses leyendo y escuchando por parte de desalmados anónimos arraigaron en su cabeza. A veces incluso eran más ruidosas que sus propios pensamientos. Y por la noche todas aquellas voces le repetían lo mismo, una y otra vez, en bucle.

Buscamos ayuda profesional. Alguien a quien no le importase visitarla a domicilio. Alguien que pudiera mostrarle la belleza de la vida, que le enseñara que existían otras que curaban.

Me gustaría poder decir que lo conseguimos, que mi hermana se recuperó, que rehízo su vida y que ahora vuelve a ser feliz. Igual que me gustaría volver a darle un último abrazo. O, al menos, poder enterrarla junto a nuestros padres.

Pero la realidad es distinta. No encontramos a nadie a tiempo. Una mañana, después de pasarse toda la noche llorando, se lanzó por un puente. Se tiró de cabeza consciente de que en aquella parte del río había poca profundidad y el fondo ahí está lleno de rocas.

Al igual que no encontramos a nadie que la ayudase, tampoco encontramos su cuerpo.



Esta es mi historia, la historia de cómo perdí a mi hermana, a la persona más importante de mi vida, por culpa de las palabras.

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