[glosario]
Berceuse: Composición musical de canción de cuna.
Mammalucco: Idiota.
[fin del glosario]
A Victoria, de pie sobre el pavimento de la acera frente al número diecinueve, la acometía una temblorina. Las carreteras de arrugas superficiales en el dorso de su mano, visibles, pues asía la chapa, hipnotizábanla por segundos, minutos, horas, no sabía cuánto.
Y no le importaba.
La medición del tiempo convertíase en un asunto irrelevante porque terminaba volviendo. Y, desde algún lugar lejano, vibraban las cuerdas del piano. La perilla helaba, era aún más fría que el árido viento otoñal revoloteándole entre los sueltos cabellos. Bajo la tormenta, bajo el cielo, la puerta siempre crujía.
Victoria apretó los párpados, casi hasta hacerse daño. ¿Podría evitar la visión de ese terrible péndulo?
Imposible.
El Péndulo estaba escrito. Su existencia era un hecho. Y renacía en sus sueños semanales; todas las noches, a veces, únicamente en una sola. Caprichoso, irremediable, a fin de cuentas, inevitable. Ineludible, como el aire que entra y sale de los pulmones en reflejo automático. Los iris glaucos de Victoria asomaron por detrás de sus pestañas.
El Péndulo estaba ahí.
Lo vio. Una soga en torno al cuello de Billy. Sujeta al Cielo del barrote en el rellano. Golpeándose con el viento, el batiente de alguna ventana. Pero... Había algo distinto.
Debajo de él estaba ella, quien abandonó la contemplación del péndulo para darse la vuelta.
«¡Tú no deberías estar aquí, Ames!», quiso gritar Victoria. Pero las palabras se le atascaron en la garganta. A la altura de su cintura, por detrás de ella y bajo el péndulo, emergió una alborotada mata de cabello, cuyo tono, dormida o despierta, era el que menos ansiaba ver.
—Berceuse —dijo, asiendo la mano de Ames, la niña Hurley.
Un grito desaforado rasgó el velo silencioso y apacible de la madrugada en la mansión Kilming. El alarido despertó a Frederik, el mayordomo que dormía en la habitación de invitados de la primera planta.
Jueves, seis de diciembre. 07:10.
—Escucha, pulguita, ¿me harías un favor? —susurró sua sorella, al volante, apenas subió Émilie al Jaguar.
Sobre la misma avenida de Perceval, ambas contemplaron cómo Amber pasaba unos cuantos billetes por la ventanilla al taxista. Amélie esbozóle una sonrisa resignada a Hurley, quien se volvió en su asiento para colocar la palma en el parabrisas trasero del black cab. La pulce saltó sobre su asiento, fueron a iluminársele los ojos al señalarla.
—Oh, Dios, ¡eso es tan Titanic!
Tras morderse el labio inferior, la que había sido ignorada por la liliputiense lo intentó de nuevo:
—Oye, te hablo —Émilie, todavía con una sonrisa en la cara, torció el cuello para encararla.
—¡Es que mírala! —La gravedad del rostro de sua sorella hízola enarcar su rubia e izquierda ceja de trazo de lapicín—. A ver, ¿qué es lo que quieres?
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[B3rm3llon]
General FictionAmélie Simone Batrezzio, de dieciocho años, ha superado sus problemas y conflictos de cría porque aprendió a no pudrirse por dentro con las palabras no dichas. Dejó de creer en el infierno del lore católico al que, en su infancia, pensó que iría por...