De entre tú y yo, amado Billy:
¿Quién es el rayo que al árbol hace saltar en un millón de astillas?
Pasada nuestra boda, comenzaste a retirar sumas de efectivo y a marcharte cada tanto. Siempre quise preguntarte a dónde ibas en todos esos viajes. ¿Por qué no me permitías acompañarte? Ah, casi lo olvido... Yo era la guardiana y tú el proveedor. No lo dijiste con esas palabras exactas, pero yo lo entendí pronto. Me necesitabas en casa para aglutinarnos, para que pudiéramos ser lo más parecido a una familia. Billy, cielo, nuestros roles fueron ciertos hasta cierto punto. Por desgracia, con los años dejaría yo de entenderlos.
Excusas para no estar no te faltaron: el trabajo, los demás, vivías ocupadísimo. Tus viajes eran combustible para mis pesadillas: ni siquiera llamabas, te tragaba la tierra y te perdía.
Al cumplir ella los siete, me quitaste a Amber y la encerraste en ese internado tan fino que tú mismo elegiste. Pese a que estuve rodeada todo el tiempo de amigos y admiradores, sin mi esposo, sin mi hija, me quedé sola por completo.
Antes de que pudiese asimilar ni un poco lo patética que me sentía, tus subordinados comenzaron a acosarme por teléfono. ¿No sabría yo en dónde podían encontrarte? Llevabas semanas sin presentarte con ellos y estaban ahogándose en temas pendientes de resolución y en montones de problemáticas por desentrañar. Si tú no estabas para liderarlos, ¿qué debían hacer?
¿Cuántas veces no me mordí la lengua para no discutirte tu rol como el proveedor? ¿Por cuánto tiempo reprimí mis comentarios sobre tus movimientos imprudentes? Me dije que la humillación nunca había llegado a matar a nadie, pero, por cómo la experimenté yo, en aquel momento, no estuve tan segura.
Si yo, la esposa aficionada a jugar con las pinturitas, no hacía algo, todo se desmoronaría bajo el peso de la crisis global. Empero, ¿qué podía hacer yo...? ¿Hablar de Bacon o de la teoría del color? ¿Que retomara mis mágicos pinceles me ayudaría a tomar buenas decisiones?
Deberías estar orgulloso de mí, William. Primó mi orgullo y acepté la carga, al igual que acepté que a tu irresponsabilidad y vanidad se las podía señalar como las culpables del predicamento arrojado sobre nuestro patrimonio.
No sería yo quien iría a permitir que tu inconstancia derribara por tierra a tus propios esfuerzos. ¿Que preferías largarte? Yo jamás. Amber y su futuro necesitaban de mí.
Instalé mi estudio en la mansión de St. Georges que compraste como nuestro hogar definitivo. Pagué a alguien para que me enseñase y aconsejase sobre cómo mantener a flote tus industrias. Y tú, en tu ausencia, volviste a humillarme. Aquellas irregularidades en las cuentas iniciales, las cuantiosas e inexplicables cantidades de dinero salidas de ninguna parte...
Primó en mí el recuerdo de Amber y me dije que no debía de husmear en el pasado. Tal cual lo quisiste, fui tu fiel perra guardiana. Fui quien salvó lo nuestro. Fui aquella presidenta que Kilming & Co. se merecía.
¡Yo era Victoria, y eso fue lo que siempre estuve dispuesta a obtener!
Sin embargo, Billy, amour... De la reina, nadie imaginaba lo rota que por dentro se vivía. Rompí con la autoimpuesta sobriedad que había mantenido desde la noche en la que tú y yo nos fracturamos. Sola bebí, intenté distraerme del agobiante pensamiento de que mi soledad era culpa mía.
En tantas de aquellas noches a solas con mi alma, en las que intenté empinarme mi composición líquida corporal en vino, obsesiva me pregunté si acaso no tendrías a una mujer más, si acaso amabas a otra, si no estarías besando unos labios diferentes. ¿Me equivocaba al pensar en una mujer amable, gentil, una que no te hubiese herido o denigrado? La merecedora, y se mojaba con lágrimas mi almohada, ¿se encontraría a tu lado? ¿Estarías dándole a ella el amor que yo no supe apreciar?
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[B3rm3llon]
General FictionAmélie Simone Batrezzio, de dieciocho años, ha superado sus problemas y conflictos de cría porque aprendió a no pudrirse por dentro con las palabras no dichas. Dejó de creer en el infierno del lore católico al que, en su infancia, pensó que iría por...