Lo que una ha visto no puede borrarlo de su memoria. Para mí, mis recuerdos e imágenes son la hambrienta chinche prendida a mi piel de insomne. Son los parásitos que evitan que descanse, que deje de ahogarme en el miedo, la culpa y las posibilidades de pérdida.
Doy testimonio de esa ligera hinchazón en su labio inferior. Era inevitable, y ahora quiero irme lejos, muy lejos. No ha bastado el filo de mi espada, no he conseguido cortarlo. Mis esfuerzos no han sido suficientes.
Puedo escucharla. Viene detrás de mí. Era de esperarse: después de todo, «está» con Ames. Por terrible y descorazonadora que sea mi situación, no puedo reprochárselo. Yo hubiese hecho lo mismo por ti, Billy.
Y también sé lo que quiere. Quiere respuestas.
Antes de perdernos las dos en la primera planta, echo un último vistazo por encima de mi hombro.
Émilie se aferra a mi pálida hija. La piel morena de mi nieta menor luce cenicienta, se parece ella tanto a mi yerno... En ocasiones, pienso que por esa razón Émilie no ha necesitado ni de mí ni de mi protección. Casi diría que está libre de ti y de mí, doudou.
Massimo estrecha entre sus fuertes brazos a la sollozante y aterrada Ames quien busca, en su desesperación, un poco de seguridad que la guarde de los horrores. Oh, Ames, mi desgraciada y horrorizada Ames... Creí que contigo podía proceder de manera distinta a como lo hice con tu madre. Creí que estarías a salvo de esas partes nuestras que en ti viven...
Casi sin darme cuenta yo, ya hemos atravesado el quicio de la puerta del aposento de los huéspedes. Por supuesto, es ella quien habla primero. Su voz llega hasta mis oídos en un tono melifluo, muy a propósito de sus próximas palabras:
—No me gusta esta insistencia suya en seguirle contando cuentos chinos a la gente, señora Victoria. Si soy específica, no me gusta que esté haciéndoselo a Amélie. Si usted sabe cosas, ¿por qué no deja de mentirle de una buena vez?
Conque se muere por la verdad, ¿eh? Es de mi conocimiento previo que esta chica puede llegar a ser tan certera y directa como una bala, por lo que el comienzo de este lance no me sorprende.
Procedo a darle la espalda para tomar mi bolso, en lo que cualquiera con dos dedos de frente sabría interpretar como una señal no verbal de la poca disponibilidad y ánimo que tengo para charlar. Mas me vuelvo y ella, benditas sean sus agallas, no piensa darse por aludida. Ni mi silencio ni los minutos la han disuadido. Permanece, porque espera a que le conteste.
—Deberías de meterte en tus propios asuntos, niña.
Se cruza de brazos, está ceñuda y no me quita la vista de encima. No voy a verla, no quiero seguirla viendo, ¡no lo soporto! ¿Qué pensaría Leigh de mí si se enterara de lo que le he hecho...?
—No me tome por tonta, señora, que de eso no tengo ni un pelo.
—¡Encantador, fantástico! Gracias por hacérmelo saber, «querida», me moría de la inquietud.
Mi tono no consigue exasperarla. ¿De dónde, por todos los dioses, está extrayendo esa paciencia y madurez de la que yo carezco? Mi respuesta la mastica por segundos, antes de volver a hablarme:
—A mí me importa mucho Amélie y no pienso quedarme viendo cómo usted la daña con sus tejemanejes. Y por lo que he visto abajo, no es la única afectada.
Mi programada, acostumbrada mano se mueve hacia el interior de mi bolso. ¿Dónde, por todos los...? Mi corazón disminuye su alocado ritmo al cerrarse mis dedos en torno a la fría plata de mi cigarrera. Amber detesta que se fume dentro de las casas, pero eso me tiene sin cuidado en este segundo. Sólo quiero... Necesito una calada, necesito que se largue. Necesito que, por el bien de todos, «me» deje en paz.
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[B3rm3llon]
General FictionAmélie Simone Batrezzio, de dieciocho años, ha superado sus problemas y conflictos de cría porque aprendió a no pudrirse por dentro con las palabras no dichas. Dejó de creer en el infierno del lore católico al que, en su infancia, pensó que iría por...