Capítulo 17 Parte "A"

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Después de ver salir el carruaje donde los Andrew transportaban a Candy, las rejas de la villa rentada por los Granchester, lentamente se fueron cerrando; mientras que en el interior de la casa, Richard, al empleado que le hacía compañía, le ordenaba:

— Prepare también mis cosas. Ya no tiene caso seguir aquí.

Mudo, el sirviente asintió con la cabeza y se marchó, cediendo el paso, cuando cruzaba el umbral de la puerta, a Mirla quien, al estar de frente al duque, éste le decía:

— Su cheque de honorarios, señorita —, también le extendió el documento.

Al recibirlo, la enfermera con sus pertenencias en la mano y lamentando la situación, hablaría:

— Entonces, si no se le ofrece otra cosa más, me retiro.

— Puede hacerlo con plena confianza.

— Fue un verdadero placer servirle, señor Granchester.

— Gracias a usted por todo.

— Con su permiso — dijo la ahora desempleada.

No obstante, Mirla, tras haber avanzado breves pasos, estos mismos retrocedió, y sin pedir nadie su opinión, enérgicamente la dio:

— ¡El joven Terry no debió irse así, sin despedirse de ella!

Richard, habiendo tomado asiento, únicamente la miró, arrepintiéndose Mirla de su loco arrebato; más, al notar que aquellos ojos oscuros y tristes le daban la razón, la mujer comentaba:

— Candy también sufre y presiento que lo llegará a necesitar más que a ninguno.

— Sin embargo, ha sido la misma Candy quien tomó su propia decisión; así como mi hijo que en estos momentos, ya estará de camino a Nueva York.

. . .

El silbato de la máquina locomotora anunció su partida.

La mayoría de los pasajeros ya ocupaban sus respectivos asientos, excepto una joven, la cual corría esforzadamente sobre la larga plataforma.

Al alcanzar el estribo, la mano del cobrador se extendió para ofrecerle ayuda.

Hábil, la chica de castaños cabellos, subió agradeciendo sonrientemente la atención prestada.

Seguido de mostrar su boleto, la castaña muchachita inició camino por el pasillo.

Su lugar correspondía al último vagón, pero al llegar a la cuarta hilera de asientos del primero, un rostro se le hizo conocido y familiarmente lo saludaría:

— ¡Hola, Terry!

El joven actor, ignorando el llamado, se hundió sobre su asiento, se cruzó de pies y brazos y escondió medio guapo rostro al levantar el cuello de su elegante prenda de vestir.

Con la descortés y arrogante reacción, la joven sintió deseos de gritarle algo verdaderamente desagradable; sin embargo, optó por sonreír y decirle:

— Así te pintaras de payaso, ¡te reconocería de inmediato!

Debido a la osadía, Terry enarcó altamente su ceja izquierda; y por el rabillo de su ojo, miró a su interlocutora por instantes, queriendo recordar de dónde la conocía hasta que ella, viendo que era inútil su esfuerzo, se presentaba:

— Soy Karen Krause; una de tus tantas compañeras en el grupo Strafford.

— Ah, sí — desganadamente dijo aquél mientras se sentaba correctamente.

MELODÍA OLVIDADADonde viven las historias. Descúbrelo ahora