Capítulo 8 Parte "A"

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Un ¡diablos! lleno de impotencia, Terry lanzó en el momento de verla sentada en el último escalón que daba hacia la avenida.

Susana, por su parte, rápidamente se puso de pie para girarse y desearle:

— Buenos días, Terry

... siendo el siguiente saludo hosco de él:

— Por todos los demonios, Susana, ¡¿qué haces aquí?!

— Esperándote. Anoche, me informé de cuándo partirías y quiero acompañarte.

La joven, ya estando acostumbrada a los desplantes groseros del castaño, aguardó por uno más.

En cambio, Terry la miraba, e increíblemente sonreía de la terquedad de ella a la que se le diría:

— Nunca te das por vencida, ¿verdad?

— No, mientras se trate de ti.

— De mí, claro — él masculló; y cansado, preguntaría: — ¿Y qué es lo que pretendes al venir conmigo?

— Serte útil. Algo podría salir mal y...

— ¡Qué segura estás de ello! — el joven espetó irónico; más, convencido diría: — pero ya que parece que no tendré más opción...

La actriz, no pudiendo contener su emoción, gritaba:

— ¡¿Me llevarás contigo?!

Terry calló por largos instantes; y ya después de maquinar, respondía:

— Sí, pero eso si te advierto — dijo Terry y Susana sí, — no quiero cuestionamientos ni... ¡es más!... no quiero que ni siquiera hables, ¿de acuerdo?

Como ejemplo de lo buena entendedora que era, la rubia asintió positivamente con la cabeza.

Posteriormente, al ver el camino que el joven actor tomara, ella se agachó para agarrar su ligera valija y lo acompañó, demostrando Terry, a pesar de lo mucho que aquella le molestaba, su caballerosidad, así que le ayudó.

Más, al llegar a la central de trenes...

— ¿Hacia dónde partiremos? — se cuestionó; y él, por supuesto, la miró. Por la molestia percibida, ella raudamente contestaba: — ¡para comprar mi boleto!

Sorpresivamente calmado, el joven actor aseveraría:

— No te preocupes por ello y dirijámonos a aquel andén — lo señaló además de observar: — El tren está a punto de partir.

Acelerando sus pasos, los dos llegaron al convoy donde, al estar en su interior, se buscaron sus asientos que cómodamente se ocuparon notándose que Susana radiaba de felicidad al ir sentada a su lado; mientras que Terry, por su parte, internamente ideaba; así que, cortésmente, conforme se levantaba de su lugar, pedía:

— No me tardo. Iré en busca del cobrador.

Ella confiada y sonriente respondía:

— Está bien —, y lo vio marcharse.

Empero, al transcurrir los minutos y con el movimiento del transporte, la joven se alertó.

Entonces, Susana se puso de pie para caminar por los breves corredores en busca de él, a quien tras las ventanillas, alcanzó a distinguir ¡abajo! sobre la plataforma y haciéndole con su mano un... ¡adiós!

Burlándose de la cara de sorpresa de la ilusa Susana, Terry nuevamente aceleró sus pasos para ésta vez sí abordar el tren correcto que lo llevaría a Baltimore, Maryland, donde esperaría por su padre y compañía que, desde la noche anterior, habían zarpado rumbo a tierras norteamericanas.

Pero mientras tren y buque alcanzaban su mismo destino, muy cerca del Lago Michigan...

Debido a los gritos alarmantes de la Hermana María, los chicos Jimmy, John y Sam quienes habían estado haciendo sus correspondientes tareas, hubieron salido a ella quien les ordenaba:

— ¡Jimmy, por favor, ve rápido al rancho Cartwright por ayuda!

— ¡Sí! — dijo el rapazuelo y corrió hacia el establo.

Y en lo que montaba a pelo el único caballo que tenían y algunos le veían partir velozmente, el resto de los chiquillos fueron adonde la religiosa para brindar su ayuda en levantar inútilmente a la Señorita Pony.

. . .

El automóvil que a temprana hora visitaba al hogar, tuvo que disminuir su velocidad al ver a un azotado animal por su jinete, el cual al ser reconocido, se llamaría:

— Jimmy, ¿qué pasa?

El chico bruscamente detuvo al cuadrúpedo para informar:

— ¡Annie, la señorita Pony...!

— ¡¿Qué sucede con ella?! — la morena se alarmó; y mayormente al oír:

— ¡Necesita pronta ayuda! ¡Está muy mal y yace tirada en el césped!

— ¡Santo Cielo! — se expresó; y por lo mismo, ordenaba: — ¡Vayamos allá, Taylor!

El chofer retomó la marcha haciendo lo mismo Jimmy hacia el rancho aquel.

Arribado al querido hogar, Annie, olvidándose de sus lecciones en modales, bajó rápidamente del vehículo para ir a aquel grupo que por la manera en que todos lloraban, consiguieron que el corazón de la joven recién llegada se achicara del miedo.

Taylor, habiendo ido detrás de ella, la dejó para correr hacia la mujer que, con grandes esfuerzos, había sido sentada y con dificultad preguntaba:

— ¿Por... qué?

— Precisamente para no inquietarla — contestó la Hermana María.

— Entonces... ¿es verdad?

Annie, quien llegaba en ese momento, miró a la religiosa; y cómo deseó poder responder que ¡no! cuando Terry, ya estando enterado y por lo mismo, emocionado, se olvidó de telegrafiar.

— Lo sentimos mucho — hubo sido la respuesta.

Sosteniéndose el pecho, la Señorita Pony, de doble dolor, exclamaba:

— ¡Mi niña! ¡Dios Mío, ¿dónde está?!

— ¡Por favor, Madre, no hable más! Le resta fuerzas — sugirió Annie, acordando la Hermana María...

— Sí; además si Candy no volvió con el señor Andrew, muy pronto lo hará.

— No me mientan más.

— ¡Le aseguramos que no! — respondieron dos personas viendo como una tercera tomaba en brazos a la encargada, la cual conforme era conducida al interior del hogar, Jimmy llegaba con dos vaqueros anunciando que otro había ido por el doctor del pueblo.

Pero en lo que éste llegaba, en altamar...

Sorprendido se había quedado de mirarla en aquel estado. Sabía que era ella por sus graciosas pecas y sus rizados cabellos, sin embargo, su rostro y complexión estaban totalmente cambiados.

En el momento de que Richard hubo solicitado verla, le había hablado como lo aconsejado, pero ella en ningún momento le respondió; así que, aprovechando su inconsciencia, la sacaron de aquella vivienda para trasladarla al barco donde ahora, en su camarote, un largo suspiro salió de su ser al sólo pensar en todas las penas por las que la joven pudo haber pasado. Entonces, impulsado por la ternura que le causara, Richard se acercó para dejar sobre su fría frente un beso, consiguiendo con ello, que la chica finalmente abriera tremendos ojos.

Desconociendo y aterrada, Candy quiso moverse para alejarse de él; no obstante, en el momento de intentarlo, un fuerte dolor se lo impidió y gritó.

Richard, para hacerla calmar, se levantó de su asiento y se apresuró a decir:

— ¡No te asustes. No te haré mal!

Candy a modo de contestación... ¡comenzó a llorar!

MELODÍA OLVIDADADonde viven las historias. Descúbrelo ahora