CAPITULO SIETE- CELOS, MENTIRAS E INTRIGAS

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Eleora

Debo confesar que no sé lo que es el amor. Ahora que estoy más sola que nunca me doy cuenta que ni mi madre ni padre me dieron afecto, ya que sus muestras de cariño eran reemplazadas por regalos que nunca me faltaron durante toda mi vida. No sé qué es que lata el corazón fuerte cuando se está cerca del ser amado, no sé lo que son las famosas mariposas en el estómago y mucho menos sé lo que es hacer locuras por amor.

Dejar mi libertad para tomar el puesto de mi padre ha sido lo peor que me ha pasado y lo que odiaré por el resto de mis días porque me dejó a cargo de un mundo lleno de seres insensibles que, aunque yo no estoy muy lejos de llegar a serlo no puedo entender como alguien llega hasta punto donde arrebatar la vida de alguien por un capricho no valga nada.

Eso soy para él, un capricho que tiene que tener a las buenas o las malas y que me dejara en el hotel sin darme explicaciones me lo dejó más que claro, pero que le pusiera nombre a la mujer que colgaba de su brazo dejo un sabor amargo en mi paladar, pero antes de eso ya me había subido la bilis a la garganta al decirme que no tiene por qué darme explicaciones y yo como una tonta dejando una nota en el espejo y recitándole sobre sus labios lo que había escrito.

Soy una estúpida, lo sé, porque los demonios como él no se fijan en simples criaturas que intentan jugar con fuego buscando encender algo en el interior que han llevado apagado siempre ya que mi corazón nunca ha latido ni latirá por nadie y estoy muy segura de eso.

Somos incendios juntos, somos seres infernales jugando en el inframundo del placer pero que mal que una parte de mí quiere que me bajen el cielo o me lleven a él o que simplemente me lleven al paraíso porque el fuego puede ser muy bueno, pero cuando ese fuego solo calcina por momentos suele ser más doloroso que placentero.

Abordé el jet privado donde dormí recuperando las dieciocho horas perdidas con él, debo admitir que lo disfruté como nunca. Disfruto como me hace sentir, como sus manos recorren mi piel erizando cada vello de mi cuerpo, como se hunde en mi interior haciéndome gemir y como su boca recorre cada centímetro de mi cuerpo sin temor a lo que pueda causarme.

Tengo miedo, tengo miedo de la cicatriz que pueda dejar en mi cuerpo, mi alma y mi memoria, pero todo miedo esconde un deseo y yo deseo consumir ese narcótico que solo él me puede dar porque cada vez que lo tengo cerca no puedo pensar con claridad entregándome sin reparos a todo lo que me hace y me provoca convirtiéndose en una droga indispensable para mí.

Llego hasta el laboratorio donde me esperan con las primeras pruebas de la droga que le recomendé a Pietro, abro las puertas de cristal pasando por el lado de los otros científicos y miro a la pequeña rata inmóvil pero aún con vida.

— ¿Principales síntomas? — pregunto sin apartar los ojos del recipiente de cristal.

—Al suministrarle una dosis de un centímetro cúbico presentó movimientos involuntarios — dice Pietro caminando hacia el otro recipiente —. A esta le hicimos una tomografía antes de duplicar la dosis para compararla con la rata anterior provocando un cambio en sus terminaciones nerviosas. Ha estado más inquieta que la anterior, aunque el tiempo de reacción a los estímulos fue más lento —aclara —. Presenta cuadros de ansiedad y el color de las pupilas cambiaron—afirma.

— ¿Qué hay de esta? — me acerco observando como la tercera rata se golpea en el cristal.

—Suministré hace...— mira el reloj —cuatro horas una cuarta dosis de tres centímetros cúbicos ya que al pasar el efecto hubo un aumento en su ritmo cardiaco, hipertensión arterial, temblores, espasmos musculares y una dependencia a la droga en un 95% haciendo un cambio en su cadena de ADN más los síntomas de las ratas anteriores—explica.

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