No era un sueño

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Adrien abrió los ojos perezosamente cuando escuchó la alarma sonando a su lado. Pero solo lo hizo lo suficiente para arrojar la mano sobre el aparato y silenciarlo, y volver a cerrar los ojos. Se acurrucó entre las almohadas, con una sonrisa remolona y el cabello alborotado.

Aún no sabía lo hermosa que estaba la mañana; cómo el sol brillaba en el cielo despejado, cómo las aves salían de los nidos para navegar en el viento, y lo fresco y limpio que estaba todo luego de una noche de lluvia. Estaba en ese dulce momento de inconciencia, donde el cerebro se niega a abandonar los sueños. Y el que estaba teniendo era un sueño que no quería dejar, era muy hermoso para dejarlo a medias.

Estaba sentado en una banca, en un parque. Debería estar rodeado de personas que paseaban al lado de sus familias, de sus amigos o sus mascotas. Pero él era el único solo en todo el parque. El cielo estaba nublado, el clima era fresco y el viento soplaba suavemente. Las hojas caían de los árboles danzando frente a sus ojos antes de llegar al suelo y cubrirlo de colores.

Bajó la mirada, renuente a sentir ese vacío dentro de su alma, agachó la cabeza cerrando los ojos y pensó que tal vez hoy ella no vendría. Justo estaba por ponerse de pie, cuando unos delgados brazos lo arroparon desde la espalda, y sintió una pequeña nariz restregarse en su sien, dándole tiernos cariños. Su ánimo cambió por completo; de un momento a otro se sintió completamente feliz, y pequeñas gotas de lluvia comenzaron a caer del cielo. A su alrededor, la tierra seca y las piedras comenzaron a humedecerse, llenando el aire con petricor.

¿Tienes mucho esperando? — Preguntó la chica detrás de él, dándole un tierno beso en la mejilla antes de soltarlo y dar la vuelta a la banca para sentarse a su lado. Ella hizo aparecer un paraguas negro, y lo abrió sobre sus cabezas para cubrirlos a ambos, dándoles una razón más para mantenerse cerca uno del otro.

— Por ti esperaría una vida, Mi Lady. — Le contestó antes de rodearla en un apretado abrazo, negándose a separarse de ella ahora que había llegado. Las suaves gotas de lluvia repiqueteaban sobre la sombrilla y el frio que había sentido en soledad se vio opacado por la calidez que emanaba del pequeño cuerpo junto a él.

Desde los catorce años había soñado constantemente a la misma persona. Alguien que nunca había visto en la vida real. La visitaba casi cada noche, y siempre se veían en el mismo lugar; en el parque de luces rojas, con un enorme árbol rosado en el centro. Ella era la mejor parte de su día; su confidente, su paño de lágrimas, su mejor amiga. Con el tiempo se profesaron amor mutuo, y desde ese día Adrien sintió que le pertenecía en cuerpo y alma. Cualquiera diría que en sus sueños, Adrien había estado viviendo toda una vida aparte de la real.

Fueron cuatro años soñando con ella, noche a noche, hasta que Adrien apenas podía diferenciar su vida diaria de la vida que le esperaba entre sueños, siendo fácil adivinar cual era la que prefería más. A veces incluso se detenía al darse cuenta de que estaba a punto de platicarle a su madre alguna anécdota sobre ella, como si la conociera o como si algún día pudiera presentársela. La chica nunca le había dicho su nombre, ni nada que pudiera decirle que quizá algún día podría verla en la vida real, lo único que tenía de ella en su memoria eran sus hermosos y grandes ojos azules como el mar abierto, el cabello negro y brillante como el cielo nocturno y la suave piel de alabastro de su rostro que amaba tocar cada noche.

La confusión de Adrien tenía argumentos muy sólidos. Porque bueno, ser hijo de una actriz famosa tenía sus recompensas, como una vida sin preocupaciones y una educación excepcional. Pero al mismo tiempo su vida real era muy aburrida, monótona y solitaria. A sus dieciocho años nunca había ido a la escuela, no tenía amigos, apenas y conocía personas de su edad. No se podría decir que Adrien fuera una persona triste, pero era más que obvio que una parte de él permanecía dormida, esperando al encuentro con la persona que trajera luz a su mundo.

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