Prólogo.

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Ver correr a mis hermanos por el salón era lo único que me hacía sonreír desde hacía meses.

-¡Parad!- grita mi padre, mientras por primera vez levanta la vista del periódico.

Matt y Rose se quedan quietos y en sus caras se refleja el miedo a lo que pueda pasar.- ¡Iros a vuestro cuarto y dejarme tranquilo!

Se que no se refiere a mi, o tal vez sí. Pero sin tan siquiera mirarle me levanto del sofá cojo el libro que estaba leyendo y me dirijo a nuestra pequeña habitación. Mientras con un gesto les digo a mis hermanos que me sigan.

Me tumbo en mi cama y ellos se suben a la litera para seguir jugando, esta vez, a un extraño juego que Matt se ha inventado.

Matt y Rose son la única alegría de la casa. A mi madre siempre le habían gustado los nombres americanos aunque no tengamos nada que ver con ellos, y como a mi padre poco le importaba lo que  a nosotros concernía... Mi madre eligió los nombres de Annie, Matt y Rose, un día me dijo que los saco de un viejo libro en el que eran nombres de príncipes y de reyes.

Supongo que mi madre se hubiera pensado mejor ponernos estos nombres si hubiera sabido que en los últimos años no nos ha beneficiado para nada tenerlos, más bien todo lo contrario. Los españoles piensan que tenemos algo que ver con los americanos con que, más de una vez, hemos vuelto con un moratón o sangrando a casa por ello.

Miro el reloj, y dejo de leer. Me empiezo a vestir para ir al trabajo. No es que gane mucho, pero todo el dinero que mi padre consigue en el trabajo (que tampoco es mucho) se lo gasta en alcohol, cigarros y cosas para él. Así que el dinero que yo consigo nos sirve para comer a mí y a mis hermanos. Lo único en lo que nos beneficia vivir con él es que sino estaríamos en una casa de acogida, o tal como están las cosas, estaríamos en la calle, bueno, eso y que es él quien paga la casa.

-Chicos me voy a trabajar, hacer las tareas, portaos bien, y nos vemos por la noche.

-Vale, Annie.

Salgo de la habitación, cojo mi mochila y cruzo el salón lo más rápido que puedo para que no le de tiempo a mi padre a decir nada.

-¡Annie!- le oigo gritar cuando ya estoy abriendo la puerta.- ¿Adonde vas?

-Voy a dar una vuelta con Noelia y con Carla. Pero vuelvo para hacer la cena.

Sin esperar una respuesta me voy dando un portazo.

Salgo de mi casa y oigo el crujir de los escombros de mi ciudad, que se ha convertido en poco tiempo en la ciudad de mis pesadillas.

Pocas casas consiguen mantenerse en pie. La mayoría están destrozadas y deshabitadas.

La mansión donde trabajo no esta muy lejos de mi casa. Sus propietarios son de los más ricos y prestigiosos de toda la ciudad. La familia Camiruaga.

Conseguí el trabajo por mi madre que pocos meses antes de morirse decidió que no le vendría mal mi ayuda económica a la familia, y como ella trabajaba de doncella, pues no le fue difícil convencer a los dueños de mi eficiencia. Los señores Camiruaga piensan que soy mayor de edad sino, está claro, que no me dejarían trabajar.

Al llegar a la esquina de mi casa veo a dos jóvenes soldados que comen un bocadillo mientras me observan de arriba abajo intentando ver el mínimo detalle para detenerme.

Ya no me asusta verles por cada esquina de la ciudad. Son como buitres, te observan para luego devorarte. Y poco me sorprendería que el gobierno de Estados Unidos decidiera poner cámaras en la ciudad para vigilarnos aún más.

Llego a la casa pocos minutos después. Entro como si fuera la mía pasando por el gran salón y saludo a Joaquin, el mayordomo:

-Hola, Annie. ¿Qué tal va tu día?- dice ajustándose la corbata azul que lleva. Todavía no se la ha cambiado ni un solo día desde que trabajo aquí.

-Como siempre, no me puedo quejar.

Me voy a la habitación de invitados y allí abro mi mochila y me pongo el uniforme que consta de una falda azul marina, una americana del mismo color y un pañuelo rosa. Es uno de los requisitos para trabajar aquí.

Salgo de la habitación y me encuentro con Felisa Camiruaga, la dueña de la mansión. Es una mujer de mediana edad como su marido, siempre lleva recogido en un moño su pelo castaño, con unas gafas grandes y negras. Ella es la dueña de la casa, ya que, su marido casi nunca esta en ella, es un gran empresario.

-Buenos días, señorita Montenegro.

-Buenos días, señora Camiruaga.

Sigo mi camino hacia el jardín donde como ya esperaba se encuentra Julia, mi jefa.

-Señorita Montenegro. Hoy se va a encargar de hacer todas las camas, barrer y fregar las habitaciones de la segunda planta.

-Vale.- sin ninguna pega me voy a mi cometido.

Cuando termino de recoger las veinte habitaciones de la segunda planta, bajo para irme a mi casa pero me freno al ver a un coronel de la armada española hablando con la señora Camiruaga. Sin querer empiezo a escuchar su conversación a escondidas:

-Entonces, ¿cree que lo mejor es que mi familia se mude por un tiempo?

-Sí señora, la armada española va intentar otro enfrentamiento con los americanos, aunque no creo que tenga ningún éxito. Calculamos que va a haber decenas de ciudadanos muertos y cientos de edificios destruidos. Por eso, lo mejor es que se vayan, todos tememos que cuando todo esto acabe, España se convierta en un país deshabitado y moribundo.

-¡Pero es una locura intentar otro combate! Los soldados americanos tienen toda nuestra ciudad, y casi  todo nuestro país.

-Lo sabemos, pero nuestros políticos y mis superiores se niegan a rendirse ante los estadounidenses.

-¿Cuándo cree que es mejor que partamos?

El coronel se toma un respiro y luego decidido dice:

-Será dentro de unos días, pero le aconsejo que partan cuanto antes.

-Vale, ahora mismo se lo comunicaré a mi marido para que podamos salir cuanto antes. Gracias por su ayuda coronel López.

Dicho esto el coronel se retira y la señora sube las escaleras lo más deprisa posible.

¿Otro combate? Pensé que ya les había quedado claro que esta ciudad está completamente bajo la autoridad estadounidense.

Sin evitarlo mis piernas empiezan a temblar. Otro combate. Otro bombardeo. Más muertes, más dolor...

¿Es que esto no va a acabar nunca?

El Soldado Del VientoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora