Capítulo XI.

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Notas:

¡Gracias a todas las personitas que leyeron!

Disfruten el capítulo.

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Ron odiaba el frío.

No sabía que odiaba más, de lo que acompañaba las temporadas de invierno, si esa sensación de perder todas las energías de su cuerpo, de no poder pararse de la cama por quedarse entre el calor las mantas, de no querer salir de su casa ni para asomar la nariz, temblar hasta que se le tensara todo el cuerpo y le dolieran todos los músculos engarrotados, del dolor de huesos que sentía al moverse o del ardor de piel que sentía cuando las brisas daban de lleno en la piel expuesta.

Probablemente no odiaba algo en particular y odiaba todo con la misma intensidad.

Normalmente, en esas fechas, se encontraba de muy mal humor si no estaba en un ambiente agradable y lo suficientemente caliente para poder pasar esas temporadas invernales. En casa, su madre siempre trataba de tener la chimenea encendida y tenerles bebidas calientes, como té o chocolate, preparados para que estuvieran sus retoños lo mejor posible. De igual modo, a Ron siempre le gustaba tener hechizos calentadores sobre sus prendas y las mantas que lo cubrían, dormía demasiado, gracias a que los días eran más cortos, y siempre tenía en su cama cobijas suficientes, robándose incluso la de los demás, importándole muy poco cuanto le gritaran sus hermanos y su madre, ya que realmente no podía evitarlo. Trataba siempre de salir lo menos posible, no contaba con tanta ropa para poder ponerse encima todo lo que quisiera y le daba miedo pensar que podía morir congelado.

Amigos suyos muchas veces llegaron a burlarse de él, diciéndole que era hijo del sol, teniendo una clase de conexión que, al llegar el invierno, hacía que bajara y apagara todas sus llamas; y, en cambio, cada que el invierno terminaba, el sol se acordaba de su hijo en la tierra y volvía a encender las llamas en él.

No le gustó nunca que sus amigos se reían de esa terrible situación, para él era una tortura y se sentía todo débil porque el clima lograba acabar con él.

Sin embargo, no todo era tan malo para Ron en esas fechas. Había algo que le gustaba, además de la navidad y el chocolate caliente, y era sorprendentemente algo del exterior: la nieve. De niño, le gustó tanto tocarla y jugar con ella con sus hermanos, sobre todo con los gemelos, y hacer guerras de nieve y cuanta figura se les ocurriera entre risas y risas. Pero, conforme fue creciendo, se le hizo menos tolerable el salir y disfrutaba mucho más pegarse en las ventanas para ver cuando nevaba, le encantaba ver caer los copos de nieve y contemplar como poco a poco todo se iba cubriendo de un blanco tan puro que parecía iluminar hasta el más oscuro de los rincones.

Era lo único que realmente disfrutaba.

Pero este invierno estaba siendo diferente.

Si bien la mansión estaba cálida todo el tiempo, debido a los hechizos, los días se sentían tan helados como en las noches -o hasta más-; había llovido tantos días seguidos como no recordaba antes y los días parecía que duraban muchísimo menos de lo normal, los rayos solares apenas y lograban filtrarse entre las nubes grises que predominaban en el cielo, haciendo los días tan deprimentes que para Ron hasta parecía cosa de gracia, como si el clima estuviera en sincronía de acuerdo a todos los pesares del mundo mágico.

Extrañaba el calor de su familia.

Extrañaba el calor de su hogar.

No había odiado tanto los inviernos hasta ese.

— Comadreja, apúrate con esas flores que me estoy helando. —expresó Draco molesto y Ron cerró sus ojos sin poder evitar lanzarle un gruñido lleno de frustración.

Before you goDonde viven las historias. Descúbrelo ahora