Capítulo 1 (Nicole)

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Inspiro profundo, llenando mi sistema del intenso aroma a sándalo que se desprende de los tres sahumerios a mi alrededor. Exhalo, siento el flujo de energía desde la unión de mis dedos pulgar y mayor hacia cada uno de mis vasos sanguíneos. Mis pestañas danzan al lento compás de la música. Una brisa mece mi camiseta gris, y me indica que es tiempo de cambiar de postura: giro la cintura hasta que mi rostro mira a la pared, inhalo y exhalo un par de veces, y voy hacia el otro lado. Percibir el frescor del cercano amanecer en mi cara me hace sonreír.

Paso por las distintas posturas hasta llegar al Guerrero, con los brazos extendidos adelante y atrás y una pierna flexionada al frente mientras la otra se estira para impulsarme. Es en ese momento cuando abro los ojos y los clavo en el cemento blanco e impoluto que se alza frente a mí. Todo mi interior se transforma cuando llego a esa postura, mi favorita: me recuerda quién quiero ser, con qué cara enfrentarme al mundo.

La música se disuelve en un suave final, llamándome a hacer lo mismo. Por tanto, junto los pies, me afirmo bien en el suelo, vuelvo a cerrar los ojos al inspirar el aire fresco y mis manos se alzan hasta casi tocar el techo (con mi metro setenta y cuatro no necesito ponerme en puntas de pie para llegar), mis palmas miran hacia arriba para recibir toda la buena energía del universo, y luego bajan por el eje central de mi cuerpo hasta la altura de mi pecho. Abro de nuevo los ojos y se me dibuja en el rostro una gran sonrisa.

Son las seis en punto. Salto dentro de un par de cómodas sandalias sin tacón y bajo las escaleras para internarme en la cocina. Primero que nada, consulto la grilla pegada al costado de la heladera, buscando el casillero correspondiente al desayuno del día lunes. Tener ordenadas las comidas de la semana es fundamental para mí.

−Hoy arranco por Sebas.

Mientras la sartén se calienta, mezclo banana, huevo y avena, y al tiempo que voy cocinando las porciones de masa, disuelvo dos cucharadas de café en una taza de leche y la envío al microondas, para después empezar a untar mi ración de tres tostadas integrales con queso blanco. Hago un parate de cinco minutos para ver el pronóstico del tiempo en el televisor silenciado. La pava emite el primer silbido y, al verter el agua en la tetera, el infusor deja salir su intoxicante aroma a bergamota. Y en cuanto el último trozo de frutillas ha saltado dentro del bowl de yogur de vainilla, suena la alarma de mi celular: 6:45, ni un segundo de retraso, como debe ser.

Suelto mi pelo ahora que no corro riesgo de ensuciarlo, asciendo nuevamente a la planta alta y abro la puerta blanca con flores, decoración nacida de la obsesión de la pequeña habitante del cuarto con la película Monsters Inc. Quisiera decirle que amar a los monstruos tiene consecuencias, pero nunca me atrevo.

La tenue luz de su lámpara derrama suaves reflejos sobre su larga cabellera castaña. Está abrazada a su conejita Judy, que me mira con sus grandes ojos violeta antes de que yo acaricie la mejilla pecosa de su dueña.

−¿Mile? Hola, princesita. A levantarse.

Milena se pone boca arriba y bosteza arrugando su pequeña nariz. Parpadea varias veces antes de saltar en la cama para abrazarme.

−¡Hola, mami!

Siento una ola de calidez recorriéndome el cuerpo entero. El yoga y el primer saludo de mis hijos son el mejor comienzo para mi día.

−Vamos, chiquita. A hacer la cama que el desayuno ya está.

−¡Siiií!

Milena brinca dentro de sus pantuflas peludas. La ayudo a atarse la bata y la dejo acomodando sus cobijas y muñecos mientras me dirijo a la puerta de al lado, que se abre justo cuando estoy por tocar. Se revela el somnoliento rostro y el cabello despeinado de Sebastián.

−Buen día, hijito.

−Hola, ma.

Intercambiamos un beso en la mejilla y él sigue camino hacia el baño.

−No tardes que se te enfría el café con leche. Y quiero que la esté la cama hecha antes de que bajes.

Sebas levanta una mano para indicar que me escuchó y desaparece tras la puerta al final del pasillo. Niego con la cabeza: adolescentes.

Milena sale disparada hacia la escalera hacia el comedor. Exactamente a las siete en punto, tal como esperaba, tiene la boca llena de yogur y se ríe con una caricatura vieja de Mickey Mouse. Tras servirme mi té y reacomodar las tostadas en mi plato para que formen un triángulo perfecto, me siento en la cabecera de la mesa.

«−¡Sebas! –llamo al cabo de diez minutos. −¡Bajá que se hace tarde!

Mi hijo mayor desciende por los escalones con parsimonia, arrastrando los pies y con los auriculares bien puestos. No me gusta que los use en la mesa, pero me callo porque no quiero empezar el día discutiendo. El celular sobresale del bolsillo de su pantalón del uniforme, y para variar la camisa cuelga por fuera de él.

«−Sebas, ¿cuántas veces te dije que te cambies después de desayunar? ¿Y si te manchás?

−Ma, no soy un animalito. Sé comer sin ensuciarme.

−No quise decir eso, hijo. Pero al menos podrías meterte la camisa adentro.

−Todo el mundo la lleva así, ma.

−Vos no sos "todo el mundo", Sebas. Vos vas a hacer las cosas como corresponden.

Se hace un minuto de incómodo silencio hasta que él corta el primer bocado de su plato.

−¿Panqueques de banana y avena otra vez?

−Sé que te gustan. Les puse un poquito de canela. –Sonrío, pero él no.

−Sí, me gustan, ¿pero TODOS los lunes? Me aburre.

−Es lo que marca el plan. Ustedes están en crecimiento, tienen que mantener una alimentación equilibrada. Y no me revolees los ojos –indico cuando veo ese gesto tan detestable en sus preciosos orbes oscuros. Lo sacó de su padre, el hombre de mis pesadillas. –Dado que ya estás cambiado, te va a tocar lavar.

Se hacen las siete y media, se juntan los platos y Milena y yo subimos a cambiarnos. Yo tengo la ropa lista desde anoche sobre la silla de mi tocador: botas de tacón haciendo juego con mi suéter color marrón y vaqueros celestes estilo Oxford. Me sujeto el pelo en una prolija cola de caballo, aplico un maquillaje muy sutil, igual que siempre y elijo mis pendientes dorados favoritos, los que tienen forma de gota.

Reaparezco en el comedor al cabo de quince minutos, la llave del auto ya gira en mi dedo.

−¡Maaaaa! ¡Sissi no está!

Me pongo rígida, igual que cada vez que algo se sale de nuestra perfecta rutina.

−¿Cómo que Sissi no está?

−¡No está! ¡La llamo y no viene! –Empieza a hacer pucheros y al final suelta las lágrimas. –Se perdió, mami, no la voy a ver más. Se la van a robar.

−No, no, hija. No digas eso. La vamos a encontrar. ¿Te acordás que la otra vez se había cruzado enfrente, a lo de Graciela? Seguro que está ahí. Cuando vuelva de llevarlos a la escuela, te prometo que le pregunto.

−Vamos ahora, mami, por favor.

−No, mamita. Ahora tenemos que irnos para la escuela.

El llanto de Milena recrudece y yo aprieto los puños. Inhalo y exhalo, pero la calma no viene.

−Ma, no nos va a hacer nada preguntarle –interviene Sebastián. –Son cinco minutos nomás.

−No, Sebas. No llegaron tarde ni una vez a la escuela, no vamos a empezar hoy. –Me inclino de vuelta hacia mi nena y le limpio la cara con un pañuelo de papel. –Dale, que hay que llegar bonita a la escuela, ¿sí? Sissi va a estar en casa cuando vuelvas.

Le planto un sonoro beso en la mejilla, pero Mile no sonríe cuando se encamina al auto, abrazada a las correas de su mochila y seguida de cerca por Sebastián. Respiro profundo, invocando buenas energías, y recompongo mi sonrisa ensayada por tantos años. Un mínimo tropiezo no va a arruinar el que será otro gran día, tranquilo, sin sorpresas ni tristezas. 

Segunda OportunidadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora