Capítulo 9 (Nicole)

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El taller está cerrado y Karina está en mi cocina, poniendo una pizca de azúcar en mi té y dos grandes cucharadas en el suyo. Yo, con las piernas cruzadas y los pies descalzaos sobre el sillón, escucho sin poner atención un episodio de "La Niñera" e intento llenar mi ser del tranquilizante aroma a lavanda que flota en el ambiente.

Mis manos entran en contacto con el calor de mi taza favorita y mi aliento tiembla al escurrirse entre mis labios. Karina se desata las zapatillas, se sienta conmigo y me observa sin emitir palabra.

−Es raro que no tengas nada para decir, amiga.

Ella se encoge de hombros y esboza una sonrisa: −Supongo que estoy aprendiendo a tomarme mi tiempo antes de emitir una opinión.

−Da la casualidad que, justo ahora, lo que necesito es tu honestidad brutal de siempre.

Karina se ríe y me abraza por los hombros, con cuidado de no derramar nuestras bebidas. Nos quedamos así, siendo testigos de los disparates de la Nana Fine que conocemos de memoria. Ya creo que no hablará cuando respira profundo y suelta:

−¿Qué querés que diga, Nick? Quien sea que te fuerce a elegir no está pensando con claridad. Yo no voy a ser una de esas personas, tenelo por seguro. Además, no tendrías por qué elegir. No es uno u otro, Adrián o los chicos, el trabajo o la casa. No son categorías excluyentes.

Cada palabra se cuela hace eco en mi cabeza y en mi pecho al mismo tiempo. Dicho así, suena tan fácil y tan lógico, pero en cuanto me quedo sola ya no lo es. Mi soledad de estos años, mi hermetismo, me han quitado la capacidad de articular mi razón y mis sentimientos.

−¿Y entonces qué hago? –Mi voz sale tan quebrada que ni yo la reconozco.

Karina suspira, bebe su té con tranquilidad, y de nuevo no habla. Quiere que yo lo resuelva, que me anime, que me escuche a mí misma, que calle todas las voces del exterior.

Cierro los ojos. Me concentro. Inhalo, exhalo, inhalo, exhalo. Me humedezco los labios y junto las manos sobre mi pecho de forma instintiva. No sigo ninguna postura ni repito mantras de manual. Solo dejo que sea mi espíritu el que me guíe.

No sé si pasa un minuto o una hora, pero cuando abro los ojos todo parece más claro. Incluso hay más luz en mi pequeño living. Fran Drescher sigue hablando y Karina me mira atentamente hasta que su sonrisa tenue refleja la mía.

Miro hacia atrás, hacia el reloj de la cocina. Son las once; tengo tiempo para arreglar un poco mi desastre e ir a la cafetería para lo que será la última vez. Seguiré hablándole, tal vez sí. Pero siento que estamos apresurando las cosas, y ni él, ni los chicos, ni yo nos merecemos tal cosa. Ya sufrí una vez por apurada: no voy a tropezar dos veces con la misma piedra.

"Adrián es diferente".

"Tenés que pensar en tus hijos".

Voy a mi cuarto, cambio mis jeans gastados y mi camiseta de NSYNC (sí, todavía la tengo y me queda igual de grande que a los dieciséis) por un pantalón de vestir negro y una blusa celeste. Ato mi cabello en una cola alta, me retoco el poco maquillaje que llevo y me tomo un segundo para contemplar mi reflejo.

No está tan entero como siempre. Algo en lo profundo de mis ojos delineados no luce igual. Al mismo tiempo, me veo más como yo misma que hace tan solo un mes atrás, con grietas y todo.

Respiro profundo una vez más y bajo las escaleras con el mentón en alto. La determinación fluye desde mi centro hasta los cuatro extremos de mi cuerpo. Karina me da un abrazo breve pero muy fuerte y me ve marchar desde la puerta; me doy cuenta, cuando miro por el retrovisor, que se le ha escapado una lagrimita.

El silencio en el auto se siente incómodo. Cuando llego a un semáforo, estiro el brazo y prendo el estéreo, y una de mis listas de música instrumental me acompaña el resto del viaje, ayudando a que mi mente no corra tan de prisa.

Adrián tenía razón: es mejor manejar con música. Creo que lo voy a poner en práctica, al menos cuando voy sola.

Son las doce en punto cuando llego a la cafetería. Voy a nuestra mesa de costumbre, y la encuentro vacía. Qué raro... Me siento y saco el celular de la cartera, pero no hay ningún mensaje suyo. Le envío uno avisándole que llegué, pero no responde. El último horario de conexión aparece debajo de su nombre: 10.50 AM.

Doce y cuarto. Doce y media. Una menos cuarto. Adrián no ha entrado por la puerta de madera y cristal. No me llamó. Tampoco me escribió. El té, que ordené para no ser descortés con la moza que pasaba a mi lado cada cinco minutos, ya se ha enfriado sin que lo tocara. Una horrible preocupación ha empezado a hacer nido en mi pecho, pero a su lado crece también la frustración.

Desbloqueo el celular y escribo:

Ya no puedo esperarte, Adrián.

Hablamos más tarde.

Salgo de la cafetería haciendo resonar mis tacos en el asfalto. Me subo al auto e inicio el camino hacia la escuela para buscar a los chicos. Mis dedos no se quedan quietos sobre el volante, y si no lo tuviera entre el acelerador y el freno, mi pie derecho estaría moviéndose descontrolado. Estoy muy molesta. Sin embargo, algo en mi interior se tuerce en un giro distinto.

"¿Y si le pasó algo?"

De repente, al parar en el semáforo de la esquina del cementerio, veo un auto negro estacionado a un lado. Es el suyo, estoy segura. No sé cómo, pero lo sé. ¿Por qué estaría en el cementerio? Según sé, sus padres viven, también sus hermanos.

Los bocinazos me sacan de mis pensamientos. Mi primera reacción es poner la luz de giro hacia la derecha para doblar frente a la enorme cruz de hierro que marca la entrada. Busco un hueco donde estacionar en la siguiente cuadra y regreso caminando a la esquina, dispuesta a adentrarme en ese inquietante laberinto de piedra y moho. Por un segundo me pregunto qué demonios estoy haciendo, pero al volver la mirada hacia el auto negro, el mal presentimiento que habita en mi corazón me impulsa hacia adelante.

Todas las callecitas son iguales, frías y grises. El Sol que alumbra la ciudad parece haberse quedado afuera. La brisa fantasmal me pone la carne de gallina, mas me obligo a seguir avanzando. Él está acá, lo siento en mi rincón más oculto.

Pasando el monumento a los caídos en la Guerra de Malvinas, llego al sector del parque, donde el pasto verde y los canteros con flores nuevas rodean las tumbas de los soldados que vivían aquí en la ciudad. Es entonces cuando lo veo, de pie frente a una lápida alta, con las manos juntas sobre su esternón. Si no lo hubiera visto suspirar, habría pensado que él también era una estatua de otro tiempo, con su suéter marrón sobre una camisa clara y el cabello sin tocar por el viento.

Doy un par de pasos, dudando de cada movimiento.

−¿Adrián?

En cuanto su cabeza se levanta en mi dirección, el dolor y el desconcierto que veo en sus ojos se me clavan como un puñal en el pecho. Dura solo un segundo, antes de que él salga corriendo y se interne en una callejuela, buscando la salida. Me muero por seguirlo, pero mis pies se han quedado pegados al piso. Mi corazón late demasiado rápido.

¿Qué acaba de pasar?

Segunda OportunidadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora