Capítulo 10 - Malentendidos

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 —Maldito sea este pedrusco andante, de las narices —Jill se lamentó, con rabia.

Había logrado alejarlo del helicóptero hacia la orilla del lago, y llevaba un buen rato distrayendo su atención. En un par de ocasiones había logrado un blanco perfecto en aquel cuerpo que parecía estar hecho de piedra y no lo había desaprovechado, en absoluto. Sin embargo, después de haber incrustado dos buenos cartuchos explosivos de escopeta en su pecho y dos en su cabeza, aquel engendro seguía mostrándose tan peligroso, amenazador e incombustible como la primera vez en que pudo observarlo de cerca. Sintiendo que sus extremidades comenzaban a dar peligrosas muestras de agotamiento, buscó con la mirada algún promontorio, o alguna gran roca, aunque fuera, al que encaramarse y poder descansar lejos de aquellas garras mortíferas —que tanto podían aplastar como una bola de demolición, como aprisionar hasta la muerte o destrozar a zarpazos—, por un momento.

Casi estuvo apunto de caer bajo el golpe brutal de una de estas, mientras localizaba su objetivo; lo que la obligó a rodar sobre sí misma en un acto desesperado para esquivarla. Por fin, sus esfuerzos se vieron recompensados y, sin tiempo que perder, corrió como alma que lleva el diablo para ascender a una suave colina, desde donde pudo lanzarse a lo más alto de una enorme roca que se erguía, solitaria, recuerdo quizá de otros tiempos en los que aquel paisaje fue muy diferente. El único problema era que aquella roca se sostenía sobre una base demasiado estrecha y endeble, que si al maldito bicho se le ocurría golpear con una de aquellas manazas brutales, se desplomaría en dos golpes, a más tardar. Aún así pensó, esperanzada, que aquel derroche de fuerza bruta viviente no parecía destacar por su inteligencia, precisamente.

Respiró hondo, intentando serenar su corazón. Hacía demasiado tiempo, desde que había bajado del helicóptero, que no sabía nada de Chris; y aquello la sumía en una angustia que, aunque su férreo entrenamiento de soldado mantenía a raya a la perfección, planeaba sobre su ánimo como una sombra cada vez más densa y oscura. Rogó con todas sus fuerzas que el hombre al que tanto admiraba, respetaba y... amaba... ¿quizá?, continuase luchando por su propia vida con aquel tesón y vehemencia que lo caracterizaban. Sintió la amarga ironía de estar viéndose obligada a enfrentarse a la aceptación de unos sentimientos que llevaban mucho tiempo flotando sobre aguas pantanosas, justo cuando no era el momento de expresarlos ni de pensar en ellos, siquiera.

Localizando a su presa con disgusto, la masa pétrea se plantó ante la piedra de un par de zancadas. Alzó ambos brazos, demasiado cortos para tamaña envergadura, en un intento vano por alcanzarla. Frustrado porque no llegaba hasta ella, comenzó a saltar. El terreno tembló, sacudido por aquel terremoto biológico desatado. Y Jill se vio obligada a arrodillarse y a agarrarse a la piedra con todas sus fuerzas, para no caer. Aún así, sus ojos brillaron, llenos de alegría, y una sonrisa guerrera cruzó su semblante. Al estirarse, el monstruo había delatado lo que, sin duda, eran sus puntos débiles: enormes grietas en aquella coraza en apariencia impracticable, que delataban su interior, incluyendo sus órganos vitales, de un rojo fuego como lava de volcán. La soldado buscó con urgencia el lado derecho del pecho de la criatura y, allí estaba: su corazón, latiendo lentamente, bombeando Dios sabe qué, con fuerza brutal, hacia el resto de aquel cuerpo creado contra natura. Logrando arrodillarse y guardar el equilibrio, apuntó con una de las escopetas a su centro vital, aún a sabiendas de que poco podía hacer sin los cartuchos explosivos, que ya no le quedaban. Sin embargo, debía luchar, debía seguir intentando acabar con él, fuera como fuera.

De pronto, el sonido de un motor, cada vez más cercano, hizo que su concentración se debilitara, y el disparo erró su objetivo por varios centímetros. El monstruo lo había oído también, y se giró hacia su procedencia buscando una nueva presa, quizá más fácil y menos escurridiza que aquella diminuta humana, a la que destrozar. Inmediatamente, la silueta de una avioneta comenzó a hacerse más grande en el horizonte; hasta que, haciendo servir sus patines, amerizó en el lago no sin cierta dificultad, pues en este yacían flotando, esparcidos, gran parte de los restos procedentes de la destrucción que la persecución del monstruo sobre Jill había dejado a su paso.

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