Prólogo | Verano 1996

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El teléfono lo arrancó de su sueño. Instintivamente miró primero hacia la puerta de la habitación, que estaba cerrada, y después hacia la ventana, abierta de par en par. Todavía era de noche, aunque ya se adivinaba el amanecer.
El radiodespertador indicaba que tan solo pasaban unos pocos minutos de las cinco, ningún problema para un madrugador como él. Pero era domingo. ¿Quién diablos llamaba tan temprano?

El teléfono no paraba de sonar, pero decidió no hacer caso.

«Tina», le pasó por la mente. Probablemente se encontraba de nuevo en un apuro, habría sufrido una crisis nerviosa o necesitaría urgentemente un sitio para dormir. Aunque, por lo general, le solía llamar al móvil.

Puesto que la persona que llamaba parecía muy decidida a sacarlo de la cama, se levantó de
mala gana y, en camiseta y calzoncillos, anduvo a tientas hasta el teléfono, colgado en la pared del
pasillo.

—¿Qué ha pasado?— preguntó, medio dormido, al auricular.

—Soy yo, tu padre.

Reconoció la voz tras la primera sílaba y se despertó de golpe.
Se le erizó el vello de la nuca y sintió la tensión en todas sus terminaciones nerviosas.

—¿Qué quieres de mí?

—Soy tu padre, ¿acaso no te puedo llamar?

—¡No!

—Tengo que verte. ¿Puedes venir a visitarme?

—¡No quiero verte!

Notó que su padre se impacientaba. Siempre se impacientaba enseguida.

—Danny, es importante. ¡Me estoy muriendo!

—Bueno, por fin una buena noticia.

—Lo digo en serio.

—Sí, yo también.

La voz de su padre cambió, adquirió un tono suave, casi afectuoso, cuando comenzó a hablar otra vez:

—Por favor. Necesito hablar contigo antes de morir. Te tengo que contar algo.

Conocía este tono de voz. La urgencia con la que hablaba le provocó un escalofrío que le recorrió la espalda de arriba abajo.

—Muérete tranquilo. ¡No me interesa!— contestó.

En el momento en el que iba a colgar, su padre empezó a gritar:

—¡Es todo culpa tuya, maldito bastardo! ¡Tendría que haberte tocado a ti y no a Liam! ¡Deberías haber sido tú! ¡Entonces todo habría sido diferente!

—¡Ahórrate el esfuerzo, ya no puedes hacerme daño!

A pesar de que lo decía plenamente convencido, no era verdad. Las palabras de su padre se le clavaban en medio del corazón, como siempre.

—¡Eres un bastardo arrogante y presuntuoso, Danny!

—¿A quién habré salido?

—De acuerdo. ¡Tú lo has querido!— Su tono de voz volvió a cambiar de repente, denotaba una tranquilidad amenazadora. —Ahora me vas a escuchar atentamente. Solo te lo diré una vez.

Danny escuchó. Su mano se aferraba al auricular con tal fuerza que empezó a dolerle y le aparecieron gotas de sudor en la frente. Por un momento creyó que el suelo bajo sus pies empezaba a temblar, pero eran sus rodillas, que amenazaban con ceder. Estuvo a punto de echarse a reír de lo absurdo que resultaba lo que oía. Todo parecía inverosímil y ridículo, aunque en el fondo sabía que era la verdad.

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