Agosto 2000| Parte 2

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—Me alegro de que me lo hayas contado— le susurré al oído —Te comprendo. Voy a esperar el tiempo que haga falta. Llegará un momento en el que estarás preparado para que pueda tocarte.

—Nunca me he dejado tocar voluntariamente por nadie, ¡nunca!— dijo, apoyando la frente contra mi hombro —Y nunca sucederá, nunca lo conseguiré.

—Oh, sí, sí que lo conseguirás— le prometí, confiada —Algún día. No importa cuándo. Tienes todo el tiempo del mundo.

—Tiempo— gritó con desprecio, desprendiéndose de mis brazos. Me apartó un poco de él y me miró con insistencia. Se le llenaron los ojos de lágrimas —Tiempo— repitió lentamente —es exactamente lo que no tengo.

Me invadió el pánico y empezaron a sudarme las manos.

—¿Por qué?— pregunté con voz apagada. Él apretó la mandíbula y siguió mirándome. Mi instinto me decía que todavía no me lo había contado todo.

—¿Danny? ¿Por qué? ¡Dime inmediatamente lo que ocurre!

—No puedo.

—Sí, sí que puedes. Y tienes que hacerlo— Esta vez no iba a darme por vencida. Me había confesado muchas cosas esa noche, y quería saber el resto.

—Tengo miedo de que salgas corriendo y no vuelvas nunca más— Le temblaba la voz y, en la comisura del ojo, se le formó una lágrima. Rápidamente parpadeó y se la secó.

—¿Ya te ha ocurrido otras veces? ¿Que alguien saliera corriendo?

—Sí.

—Yo no me voy a ir, te lo prometo— Nada ni nadie podía hacer que me alejara de él. Antes se helaría el infierno.

Su humor volvió a cambiar de manera repentina.

—¡Nunca hagas promesas que no puedas cumplir!— me increpó. Se dirigió hacia la ventana con pasos rápidos y, desde allí, se me quedó mirando con furia.

—Haz el favor de decirme qué pasa, te lo ruego— le imploré.

—¡De acuerdo!— respondió en un tono de voz claramente desafiante. Cruzó los brazos, los descruzó de nuevo para pasarse las manos por el pelo, y los volvió a cruzar. Pasaron varios minutos hasta que terminó de librar la batalla consigo mismo.

—De acuerdo— repitió, antes de suspirar con resignación —Te lo diré.

Noté los latidos del corazón en la garganta y sabor a sangre en la boca. Me había estado mordiendo el labio inferior con demasiada fuerza.

—¿Sí?— insistí.

—Soy seropositivo.

—¿Qué?

Sentí que aquellas palabras se abrían paso lentamente en mi cerebro, me atravesaban las entrañas y me atenazaban en el estómago.

—¿Qué?— pregunté otra vez —Esto no puede ser, sólo se contagian los...

«Sí, ¿quién contrae el virus? Los chaperos, los homosexuales. Y los yonquis...».

—Sé lo que estás pensando— murmuró —Pero no es verdad, no fue por las drogas. Nunca me he drogado. Mi padre me lo contagió.

«¿Realmente importa cómo se contagiara?», chillaba mi voz interior. «¡Lárgate de aquí!».

El pánico que me había invadido antes se multiplicó. Tenía perlas de sudor en la frente y empecé a notar mucho calor. Hubo un momento en que creí que me desmayaría. Recordé nuestros largos e intensos besos con lengua y pensé que iba a vomitar.

Tan cerca del horizonte © [#1]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora