Octubre 1999

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—Viento del norte— dije con fingido dramatismo, señalando el horizonte. ¡Cuando el viento sopla de esta dirección nunca trae buenas noticias!

—Tú ni siquiera sabes dónde está el norte— replicó Vanessa, riendo.

La noria se había detenido cuando estábamos en su punto más alto y me asomé por el borde de la cabina. Levanté los brazos hacia el cielo con teatralidad y tuve la sensación de que casi podía tocarlo con las puntas de los dedos. Las vistas desde allí eran impresionantes.

—Fue como si el firmamento hubiese besado la tierra en silencio...

—¡Eh!— dijo Vanessa, moviendo las manos delante de mi cara. —¿Se puede saber qué te pasa? ¿Desde cuándo eres tan poética?

—No lo soy, se me ha ocurrido sin más— respondí, y decidí regresar a mi estado habitual.

La noria continuó girando y yo volví a sentarme. Comencé a tamborilear con los dedos sobre la barandilla, impaciente. El trayecto para bajar duró una eternidad. Habíamos planeado hacer tantas cosas esa noche que no veía el momento de empezar.

Al bajarme de la noria seguía notando una sensación de ingravidez. Contenta, seguí a mi amiga a través de la plaza, que estaba prácticamente vacía.
Vanessa vestía unos jeans ajustados y un jersey corto que, casi a cada movimiento que hacía, dejaba entrever su vientre. Con unos zapatos apropiados todavía habría sacado más partido a sus largas piernas, pero odiaba los tacones y calzaba, como siempre, unas discretas zapatillas de deporte. Yo no podía permitirme ese lujo.

Para poder estar a su altura me había puesto unas botas negras de tacón alto y ancho que me
llegaban hasta las rodillas. Vestía un elegante jersey verde y blanco que, a mi parecer, quedaba bien con mi melena castaña rojiza.

Hacía un calor poco habitual para una noche de octubre, tan solo el viento dejaba adivinar que se aproximaba el invierno. Soplaba viento del norte, habría podido jurarlo.

—¿Comemos algo rápido?— propuso Vanessa, indicándome un rincón para sentarnos.

Cada año íbamos juntas al Cannstatter Wasen. Acudir a la fiesta se había convertido para nosotras en una costumbre. Antes tenía que acompañarnos mi hermano mayor, Thorsten, para que nuestros padres se quedaran tranquilos; esta era la primera vez que íbamos solas. Vanessa y yo habíamos empezado nuestra formación profesional en verano. A ella le había costado mucho encontrar una plaza y había tenido que marcharse a Múnich, a trescientos kilómetros de mí. Por eso nos veíamos poco. Las dos nos queríamos sacar el carné de conducir el año siguiente, pero hasta entonces debíamos resignarnos a estar la una sin la otra. Exceptuando los días especiales como aquel.

Vanessa estaba sentada frente a mí y compartíamos unas patatas fritas cuando, de repente, me dio una patada por debajo de la mesa mientras señalaba hacia la izquierda con la cabeza.

—¡Mira, hace rato que nos observan!

—¿Eh?— Seguí su mirada. A algunos metros de distancia había tres jóvenes conversando, por lo visto sobre nosotras.

—¡Oh, no!— dije —Espero que no se acerquen— no quería ni imaginarme que alguien me robara mi precioso tiempo con mi mejor amiga.

—¿Por qué? Son guapos.

Me quedé mirando a los tres tipos con desconfianza. Tenían por lo menos veinte años, seguramente algunos más, y, en efecto, eran bastante atractivos. Uno de ellos destacaba por la altura, la espalda ancha, el pelo negro azabache y la tez oscura. Seguramente fuese español, o en todo caso mediterráneo. Los otros dos eran rubios.
El más bajito llevaba la cabeza rapada y gafas. Incluso desde la distancia podía ver sus pecas. Comparado con los otros dos, que habrían podido perfectamente posar para un póster de la revista Bravo. Parecía insignificante, del montón.

Tan cerca del horizonte © [#1]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora